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El virus anómalo

España es una anomalía dentro de las democracias occidentales. Políticos y periodistas nos repiten a diario que es una democracia avanzada homologable a las más añejas democracias del mundo, y no es verdad. Es cierto que la tan traicionada Transición nos sentó a la mesa de la democracia por primera vez en nuestra historia, pero no es menos cierto que en esa mesa somos unos nuevos demócratas que todavía no han aprendido a usar la pala de pescado. Arrastramos en nuestro pasado demasiados reyes felones y demasiados gobernantes corruptos, traidores e incompetentes; carecemos de referentes y de tradiciones democráticas, y, por lo tanto, no compartimos como pueblo una cultura cívica democrática, una orientación a valores democráticos. Y, desde luego, tampoco compartimos un sentimiento nacional común. Es insólito que no seamos capaces de poner letra a nuestro himno, que silbemos a ese himno y a la bandera; y que cualquiera que propusiera que en las escuelas y colegios se oyera el himno y se izara la bandera al iniciar las actividades, como se hace en muchos países democráticos, a buen seguro y como poco, sería tachado de fascista. Es aquella historia de que si alguien habla mal de España probablemente es español. Y no es ninguna broma.

El mal viene desde el principio. Como muestra su escudo, España es el resultado de la incorporación de tres Reinos o Coronas: Castilla, Aragón y Navarra, y esa incorporación se hizo mal desde su inicio. De una simple unión personal de sus monarcas se pasó a una unión real institucional mal ensamblada políticamente. Aragón quedó excluido de la aventura americana y confinado al Mediterráneo; una mala suerte histórica hizo que ambos Reinos –Castilla y Aragón- se enfrentaran bélicamente y Aragón siempre fuera derrotado. Y el centralismo de los Borbones, una dinastía extranjera ajena a nuestra realidad, terminó de estropear nuestro futuro.

Como no conocemos nuestra historia ni tenemos referencias, los constituyentes de la Transición improvisaron siguiendo el ejemplo del federalismo cooperativo alemán, del regionalismo italiano y de nuestras propias experiencias de la Primera y la Segunda Repúblicas. Y, al final, hicieron posible disparates como, por ejemplo, que la provincia de Logroño, la cuna de la lengua castellana, o la provincia de Santander, el Mar y la Montaña de Castilla, hayan formado comunidades autónomas con competencias legislativas, parlamentos y demás instituciones, creando de la nada administraciones absurdas y sin razón de ser, cuya única función es consumir presupuesto y complicar la vida de los ciudadanos. Ya había ocurrido en la Revolución Cantonal, en la que Jumilla y otros municipios se declararon cantones independientes.

En realidad, nuestra única tradición es la tradición disgregadora del anarquismo, de la incesante división que nos hace volvernos en contra de nosotros mismos, y que se ha puesto de manifiesto, una vez más, en las numerosas y continuas violaciones del confinamiento. La pandemia ha mostrado que para nosotros la democracia consiste en el ideal libertario e insolidario de hacer cada uno lo quiera sin límite alguno y sin respeto a los demás ciudadanos y, por supuesto, a las leyes. Por desgracia, eso de que quién hizo la ley hizo la trampa nos define como pueblo.

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