Ayer, en la playa, nos preguntábamos qué cambiará (el domingo) con la finalización del estado de alarma. Votamos. Ganó, por amplia mayoría, que lo sustancial será que podremos (por fin) quitarnos la arena de los pies -un pequeño paso para el hombre, un gran paso ..-. Hoy he buceado por las alcantarillas del cerebelo de alguien que (ejemplar de una subespecie constitucionalmente protegida) dejó tirada una mascarilla -quirúrgica- en una de las pistas de tierra de Montaña Roja. Mi curiosidad científica (antropológica) hizo que me preguntará qué puede tener en la cabeza quien tira por ahí las mascarillas. Así que, debidamente equipado, me colé en la cocina de sus decisiones. Vi botellas de plástico amontonadas en el lóbulo frontal (impidiendo que quien tiró la mascarilla procese pensamientos conscientes), y encontré el prosencéfalo (encargado de la búsqueda de soluciones creativas a problemas nuevos) completamente atascado por compresas, colillas y cagadas de perro. Salí, pensé que ya había visto suficiente (poco podemos esperar de quienes tienen el cerebelo lleno de basura). He escrito enfadado -lo sé, pero no me arrepiento, ni borro-. Cambio de tercio. Ni están enfermos ni temen contagiarse, sencillamente odian (o les asusta) volver a su vida de antes. Cuenta Susana Quadrado que el síndrome de la cabaña no existe. Hay tantas verdades (reacciones) como amigos o conocidos. Algunos encajan en ese perfil, a otros está costándoles volver a la calle (conozco un montón) por algo que bien podría incorporar a mi catálogo de teorías escasamente científicas -síndrome de las expectativas insuficientes, podría denominarse-. A quienes siguen en casa (saliendo lo justo) la neormalidad les resulta incómoda, antipática -poco apetecible, básicamente-. Cabe aconsejarles que salgan, y pronto (si el nacionalismo se cura viajando, esta normalidad solo puede gestionarse saliendo, echándonos a la calle, digiriéndola, integrándola en nuestro paisaje psicológico-social). Aquí lo dejo. Trasteo, un rato. El alcalde de Madrid ha crecido (políticamente) durante los peores meses que recuerden las actuales generaciones -especialmente los madrileños-. José Luis Martínez-Almeida tiene cosas en común con Ángel Víctor Torres (la actitud importa, la calle premia a ambos por su talante conciliador, constructivo). Retornos. Me preguntan cómo es la cara de aplauso a las siete de la tarde. Esa que se te pone cuando pierdes un avión y deja de tener sentido (al quedar fuera de contexto) tu presencia en la terminal de salidas del aeropuerto -respondo-.
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