Nuestro país parece un gran estadio de fútbol en el que se juega un derby donde las aficiones están divididas. Los organizadores han ubicado a los ultras de cada equipo en los lugares más alejados, detrás de las porterías. Así tendrán la oportunidad de repartirse el tiempo para poner nerviosos a los porteros del equipo contrario. Luego, las aficiones, también recalcitrantes, pero más moderadas y educadas, se repartirán en ambas gradas para demostrar su apoyo incondicional, y una minoría muy escasa, realmente aficionada al deporte, lo hará diseminada por donde la dejen para disfrutar, si es que puede, del espectáculo. En el fondo, se trata de combinar acertadamente lo que ocurre en el terreno de juego con lo que sucede en la grada, desde donde también se intenta influir en el resultado. Por eso hay ventaja cuando se juega en casa, y al árbitro que no se atreve a pitar una falta máxima en contra de los locales se le llama casero. Tan importante es esto que digo, que ahora con los partidos a puerta cerrada, en la televisión, definida como la copia aparente de la realidad, han introducido el recurso del ruido pregrabado para que se mantenga el ambiente de tensión que parece imprescindible. A los jugadores les da igual, porque ellos no lo oyen. Además, están acostumbrados a no distinguir un grito de otro, y los cánticos de los aficionados les parecen los mismos vayan dirigidos a su equipo o al contrario. Sin embargo, parece que no puede celebrarse un encuentro sin que esté presente la escandalera en el ambiente. Ahora que se ha prohibido fumar, y ya no se encienden habanos en los asientos, incluso se nota más. Pero la pandemia, que tantos cambios nos ha traído, ha hecho posible que el silencio invada los campos. Enseguida nos hemos dado cuenta de que no es lo mismo, de que el ruido es tan importante como todo lo demás, y hasta el fanatismo de las peñas ultras se fomenta desde los clubes como un complemento necesario. Ahora tenemos follón enlatado, como se precisa en el mundo de ficción que hemos creado. Ya no se sabe si lo importante es el fútbol o el relato que se hace de él. Igual que en la política. No adivino si recuperar el sonido real de las cosas y volver a ofrecernos el rugido de los que no pueden contener su entusiasmo o su ira, depende de los casos, es regresar a la normalidad, a esa que abandonamos al quedarnos confinados. Hemos perdido el estado de guerra por conquistar algo de paz, igual que Gómez de la Serna decía que había perdido el andén cuando subía al tren en la estación. Todo esto me sirve para hacer un cálculo simple, y es el del número de personas que no están chillando dentro de los estadios los fines de semana, los millones que no asisten a los debates enardecidos de la televisión, los que ven pasar indiferentes a los manifestantes por delante de sus casas, los que no tienen nada que ver, como aquella señora de Gila que no era de la guerra, a la que dispararon sin darse cuenta. Se puede vivir sin tanta algarabía, sin escuchar el zumbido molesto de la cacharrería, sin hacer alarde permanente de la furia. Los profesionales del alboroto no se dan cuenta de que la mayoría está en su trabajo, en su ocio o en su descanso mientras pretenden llamar su atención con la bulla de su protesta. Se puede vivir sin todo eso. Incluso el insulto intercambiado en las redes sociales, que parece hacerlas tan atractivas, se amortigua con la indiferencia y el escándalo de quien lo soporta estoicamente. Ya sé que no es lo mismo, que hace falta esa salsilla violenta de las bravatas y de las amenazas que no se cumplen para tener a la parroquia pendiente de lo que hacen sus párrocos. Un bicho que no se ve ha provocado que se pueda jugar al fútbol sin que los partidarios se reúnan a hacer ruido en los campos o se peleen en los bares frente al televisor. No pasa nada. Todo iría mejor si no nos empeñáramos en montar cada día, y en paralelo a la acción política, ese acompañamiento de pitos y palmas que le es imprescindible para sobrevivir. Ahora se escuchan las instrucciones del entrenador y los intercambios de voces de los jugadores para coordinar las jugadas. El público ha desaparecido y ha sido sustituido por una ilusión preelaborada. Ojalá pudiéramos oír lo que dicen los miembros del consejo de ministros en sus reuniones, y los componentes de las cúpulas de los partidos en sus comités respectivos. Así sabríamos cuáles son las cosas que deciden sobre nuestro futuro sin estar ensordecidas por el tumulto de la calle y la presencia mediática. Se perdería espectacularidad, pero se ganaría en transparencia. Todo esto es ilusorio porque la tendencia es volver a la normalidad.
NOTICIAS RELACIONADAS