en la frontera

La posverdad en tiempos de Covid-19

La búsqueda de la verdad ha sido, es y será uno de los desafíos más relevantes de la vida humana, también y, sobre todo, en tiempos de emergencia humanitaria como los que estamos viviendo. En la investigación, en la docencia, en todas las actividades humanas, también en el marco de la Covid-19, liberarse del engaño, de la mentira, de la falsedad, es una tarea no exenta de dificultades cuando se practica el pensamiento ideológico, el pensamiento único, hoy, por cierto, tan presente entre nosotros. Asimismo, en la actividad política el compromiso con la verdad debiera ser característica esencial de quienes se dedican a la noble función de la rectoría de los asuntos de interés general. En estos días, sin embargo, observamos como se intenta, a toda costa, instalar un mundo de desinformación, de opacidad, en el que hasta la transparencia se suspende sin rubor alguno. En lugar de concentrar todos los esfuerzos en la lucha contra la pandemia, aunando voluntades, se aprovecha la excepcionalidad para tratar de eliminar al adversario sembrando la semilla de la confrontación y del enfrentamiento.
Los datos oficiales no admiten contraste: somos el país con más muertos por millón de habitantes, el país con más sanitarios infectados, y cuando intentamos sacar pecho obteniendo buenas posiciones en los rankings de la OCDE o de la John Hopkins, se nos recuerda, por decirlo suavemente, que esas lecturas interesadas no son verdaderas. Claro, cuando la verdad no favorece, cuando la verdad deja en evidencia las propias carencias y los propios errores o, lo que es peor, cuando la verdad deja al aire la irresponsabilidad o la negligencia, entonces los agitadores de la mentira y los especialistas de la manipulación entran en escena para limpiar el escenario de eso que ahora se denomina extravagancia y que es, ni más ni menos, que la verdad y las libertades, la libertad y la real realidad. El caso del brexit o de Trump son de manual, como también de manual, en relación con la posverdad, es el caso de la gestión pública, en especial la informativa durante esta pandemia. Es cierto, quién lo podrá negar, que las cosas deben decirse con prudencia, con sentido común, con sensibilidad social, procurando no herir a ninguna persona, buscando la mejora de la realidad. Sin embargo, el dominio de lo políticamente correcto, de lo políticamente conveniente, tan del gusto de las actuales tecnoestructuras, prohíbe, es tremendo, que salga a relucir la verdad, la realidad, cuando esta puede dañar o restringir la imagen de un gobernante o de una acción de gobierno, o de oposición, por catastrófica o negligente que esta sea. Tras esta manera de entender la política y la vida encontramos una vieja filosofía que proclama que la verdad no existe, sino que se construye dialécticamente en función de una serie de variables, en atención a una serie de parámetros. Es decir, la verdad, para estos sofistas, al mando de las estrategias oficiales de la comunicación, solo puede ser proclive a sus intereses porque son, dicen, moralmente superiores por representar a los excluidos y pobres de este mundo, a los que se pretende mantener en tal situación, si fuera posible incluso peor, con tal de mantenerse en el poder disfrutando de las mieles de la nomenclatura.

Estos días comprobamos que el miedo a la verdad, que el pavor a la realidad, representa uno de los principales caracteres de la profunda crisis moral en que vivimos. El pueblo, poco a poco, se está indignando ante tanto engaño, ante tanta manipulación, ante tanta desinformación, ante tanta ocultación de la realidad. Por eso, el grado de prestigio de los políticos es el que es y el sistema político precisa cuanto antes aires de esa regeneración que permitan hacer de la democracia el verdadero gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo.

Y, sobre todo, para que la mentira, el engaño, la simulación y la manipulación dejen de estar encumbrados y vuelvan al lugar que les corresponde en beneficio de la búsqueda de la verdad.

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