tribuna

Merkel y Günter Grass, dos islas del continente

El nobel alemán y la canciller de Europa se asoman al balcón de la historia. dos gigantes del siglo que charlan cada uno en su isla: La Palma y La Gomera

En la guerra de la Gran Recesión -comencemos llamando a las cosas por su nombre- Europa nos demostró un recelo incisivo y un trato displicente. Esa vez los engranajes de la UE se resintieron y Alemania cedió a la tentación de imponer su diktat a los países más débiles de la crisis. Era el momento y el modelo de Schäuble, el influyente ministro de Finanzas de Merkel, antiguo colaborador de Kohl y víctima de un atentado que lo postró en una silla de ruedas. Miraba siempre esquinado en su invalidez omnipotente y nunca daba el brazo a torcer. Los dogmas de ese periodo eran sagrados. Berlín -más allá de Bruselas- era la capital en la sombra y se oponía a que Europa se endeudara a fin de socorrer a España, Grecia, Irlanda y los demás vagones de cola en el barrizal de las primas de riesgo. Suponía un sacrilegio bajo el credo de los cinco sabios celestiales de Merkel, el sanedrín de los dioses economistas que marcaban en el rumbo del euro bajo la tormenta. Sócrates se removía en la tumba porque a Grecia la condenaban a tomar la cicuta. “¡Bebe de una vez, bebe!, grita la clac de los comisarios, pero airado te devuelve Sócrates su copa a rebosar”, escribía contrariado en 2012 Günter Grass, que increpaba a Europa en verso por maltratar a la cuna de la cultura del continente.

La Grecia de Tsipras (de la ignominiosa Syriza) no tardaría en aparecer tras los gobiernos deplorables que habían llevado al país al garete. Pero Tsipras era un anatema ideológico en la Europa cuadriculada de Schäuble, que acariciaba la idea de expulsar a Grecia del paraíso del euro. Para echarla después de Europa. A uno le consuela haber vivido aquellos acontecimientos, porque la historia se precipita sobre ellos con su capa de barniz y los hechos desaparecen. La evidente bancarrota de la Grecia conservadora que falsificó los datos macroeconómicos de su contabilidad nacional, y, en general, la incompetencia de los gobernantes helenos, que cobraron fama de manirrotos, atrajo el experimento de Syriza como un imán, hasta el regreso reciente de la derecha, como si las aguas volvieran a su cauce en la tradicionalista Europa de las élites familiares y las biblias. Cuando la Europa profunda tuvo entre ceja y ceja al país de Antígona y en la cabeza de la Troika rondaba la idea de quitársela de en medio, todos en el Sur le vimos las orejas al lobo: el deicidio griego pasó a ser un aviso a navegantes para la escoria de españoles, portugueses o italianos -los malgastadores- frente a los países prepotentes. Como hemos visto ahora en el primer ministro holandés, Mark Rutte, reencarnando el espíritu supremacista de aquellos años negros de la Gran Recesión. Había miedo al vacío, en aquel Triángulo de las Bermudas, aún lo tengo presente, todavía entre el horror de esta pandemia. El Mediterráneo, con su grandilocuente historia a cuestas, entró en desgracia, y ya no digamos de estas ascuas del Atlántico. Y aquellos vientos trajeron sus lodos. Los ingleses desplegaron las velas del brexit y se echaron a la mar. Juncker, en los días de despedida de la Comisión Europea, admitía sobre Grecia, con arrepentimiento: “La insultamos, la injuriamos…”

Ahora, esta explosión de entusiasmo compartido por todas las personas de bien, el pasado martes, tras el acuerdo histórico de la UE de aprobar un aguinaldo de 750.000 millones de euros para hacer frente a la crisis de la Covid (amén del presupuesto plurianual de la Unión), refleja la metamorfosis de Europa en la última década. El Plan Marshall se hizo realidad -el anhelo de Canarias y de España- antes de que cayera el telón. Europa se ha reivindicado y reinventado doble, noblemente. El milagro europeo ha sido posible, aleluya. Esa transformación se evidencia en la proteica Angela Merkel -en breve, huésped en su hábitat gomero-, la canciller papisa de los europeos del Norte y el Sur, nada que ver con aquella otra mentora del famoso austericidio. Merkel, en la recta final de su carrera, es ahora el referente, la mutación solidaria de Europa, la heredera de Kohl que reunificó Alemania, nuestra Churchill de la III Guerra Mundial. Las mujeres de Europa se han comido a los hombres: Merkel, Lagarde (que en el pasado estigmatizaron a Grecia hasta la excomunión) y Ursula von der Leyen son ahora las cariátides que soportan el peso de Europa. Es un honor recibir a Merkel en La Gomera tras esta cumbre exitosa que nos ha devuelto el orgullo de ser europeos, a nosotros, los canarios, que somos los menos europeos de Europa, por lejanía y pereza, y por aquel no a Bruselas del Parlamento canario (en junio del 85) que hizo dimitir a Saavedra. El archipiélago se ha ido acercando de Europa al tiempo que Reino Unido, nuestro Canary Wharf, se distanciaba. El brexit ha sido como un fantasma errante en este desenlace conciliador del Consejo Europeo de la Covid, el de la lluvia de millones para paliar el hambre que deja la pandemia.

Sin fumata blanca en la madrugada del martes, habríamos tenido que releer a Günter Grass en su titánico poema La vergüenza de Europa, cuando salió airado al paso de la cólera de su propio país y de los señoritos del Bundesbank en plena ofensiva para expulsar a Grecia y condenarla a la hoguera. Grass reprochaba a sus compatriotas y a los europeos ciegos de desprecio hacia Atenas por repudiar al regazo de Europa y de la cultura occidental: “Desnuda en la picota del deudor, sufre una nación a la que dar las gracias era antaño lo más natural”, escribía el Nobel alemán, que, de seguir vivo, volvería este verano a Puntallana, como hará su compatriota Merkel a la sombra del Garajonay. Entonces, en medio de aquellas tinieblas que dividieron a Europa agriamente entre países ricos y países pobres, afloraron los diablillos euroescépticos, poco después Londres emprendió su divorcio y el otro día el primer ministro portugués mostró la puerta de salida de la UE a la Holanda de Rutte, que, frugal y envanecida, se pavoneaba en medio de este cisne negro o rinoceronte gris de la pandemia. Ahora Günter Grass y Angela Merkel se dan la mano entre La Palma y La Gomera, los dos gigantes alemanes del siglo han hecho las paces y sellado el gran acuerdo. Europa les está sumamente agradecida más allá de las limitaciones temporales que impiden ese encuentro.

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