por quÉ no me callo

Nadal, que Dios te bendiga

Nadal es la España invertida. Contra el fenotipo nacional del perdedor, el manacorí rompe todas las costuras y establece una marca de rango que ya quisieran galos y germanos

Nadal es la España invertida. Contra el fenotipo nacional del perdedor, el manacorí rompe todas las costuras y establece una marca de rango que ya quisieran galos y germanos para liderar la tendencia y pedigrí entre los europeos de la era COVID. Los héroes trazan el camino que los pueblos han de seguir. No es este el caso de un dirigente público, ni siquiera del líder de un partido en un tiempo y un país necesitados de buenas cabezas. Es un caso aparte. La cabeza, sí, pero también la mano de santo. El que blande la raqueta para ganar el Roland Garros de este año cariacontecido es el hombre público con mejor imagen nacional e internacional, el que va contra las olas. Nadar contracorriente. De esa estirpe se cuentan con los dedos de una mano. Del Bosque encarnó el mito de supremo ganador y hombre noble, y le perdonaron el éxito en un país que no dejar pasar una al que tiene estrella. Nadal es de este mundo, el extraterrestre que otros planetas acaso ya veneren, porque las noticias vuelan. Ser un deportista triunfal ahora tiene méritos añadidos, donde el deporte se erige en la válvula de escape de esta racha de derrotas testarudas en el campo de batalla por salvaguardar lo último que se entrega, la salud. La suya es la consagración del bien sobre el mal, un hito de proporciones tan universales como el virus, que desentierra el espíritu del progreso y señala el destino como un lugar reconocible, donde se pueda vivir sin confinamientos ni morgues ni hospitales saturados. El deporte, ya en tiempos modernos, ha sido el pan y circo de los romanos populistas, pero esta es otra dimensión del aserto. En la histórica victoria de Nadal sobre Djokovic en su 13º Abierto de Francia, para atesorar 20 Grand Slams, reverdece la conciencia colectiva de la gesta humana. Nuestra travesía actual demanda ejemplos de superación, signos de esperanza en una conquista razonable de la armonía social perdida, aquellas condiciones de hábitat que contenían momentos de placer y felicidad. Y estos últimos dones eran propios de actividades de ocio y cultura, de juegos y deportes. En el corazón de este país, y a buen seguro de otros muchos países, esa conciencia gratificante se asocia a Nadal, entre otros epónimos. Esa ilusión es la que vuelve a la palestra en la figura del tenista gladiador contra los elementos y las lesiones, contra el tiempo y los sinsabores familiares y frente a los enemigos intangibles que han ocasionado una pesadumbre mundial. Nos aferramos al clavo ardiendo de la raqueta de Nadal, arrodillado en la tierra batida de su victoria más gloriosa. Es el rostro del “yes, we can” de Obama ganando el cielo de la Casa Blanca. Es nuestro héroe de carne y hueso frente al enemigo invisible. No abundan, o mejor dicho, ya no existen adalides así. El deporte nos cubre el mayor déficit de la época. Carecemos de líderes y fluye Nadal como el líder incombustible. Rebuscamos sin éxito en este 2020 taumaturgias contra la depresión colectiva y llega Nadal con su resurrección y nos sirve una proeza para la historia que, en efecto, infunde el estado de ánimo que requeríamos entre la desmotivación. Ahí, el demiurgo de los milagros terrenales de nuestro tiempo. El hombre que no da la espalda al más humilde, pues la suya, este domingo, fue también la victoria de los pobres en los tiempos que corren, es decir, de la gran mayoría.

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