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La enmienda número 28

A la vista del título, el curioso e informado lector exclamará a buen seguro: “¡Qué error, qué inmenso error, la Constitución norteamericana solo incorpora 27 enmiendas!”. Tiene toda la razón el amable crítico, la Constitución norteamericana solo ha sufrido 27 enmiendas ratificadas por los Parlamentos de los Estados, y seis más no ratificadas, y que ya no lo serán porque dos han expirado en sus propios términos y cuatro se refieren a asuntos resueltos de otra manera o que ya no tienen sentido. En Europa cuando reformamos una Constitución modificamos su texto, pero en Estados Unidos el texto originario de la Constitución permanece invariable, y las enmiendas se añaden a continuación. Las diez primeras, que ellos denominan la Carta de derechos, posibilitaron que los Estados de entonces la ratificaran. Y algunas se anulan entre sí; por ejemplo, la enmienda número 18 estableció la llamada Ley Seca, y la número 21 la abolió.
Nuestro título alude a que los congresistas norteamericanos deberían plantearse la adopción de una nueva enmienda, la número 28, que impidiera que personas con el perfil de Donald Trump pudiesen ser candidatos en las elecciones presidenciales, porque son un evidente peligro para el sistema político democrático y para el Estado. Al igual que, según el artículo II de la Constitución, únicamente pueden ser presidentes los mayores de 35 años que hayan nacido en los Estados Unidos y vivido allí al menos durante 14 años, habría que impedir que los que utilizan el poder para llamar a las turbamultas indocumentadas y fanáticas a destruir las instituciones democráticas y asaltar el Poder Legislativo, en nombre de oscuras y fantasiosas teorías de la conspiración, puedan alcanzar la Casa Blanca. Es muy complicado encontrar la fórmula, pero habría que intentarlo. Sin olvidar que más de setenta millones de norteamericanos votaron a Trump el pasado noviembre, el segundo mayor colectivo, después de los votantes de Joe Biden, en toda la historia electoral norteamericana, y ocho millones más que hace cuatro años. Habría que averiguar por qué. Y por qué muchos de los asaltantes del Congreso lo hicieron de buena fe, convencido de que un fraude electoral masivo, perpetrado por las fuerzas ocultas y malignas que gobiernan el país desde las sombras, les había robado las elecciones.
Claro que en el bando de las personas sensatas también anidan algunas mentes calenturientas: para explicar la débil resistencia inicial de las fuerzas policiales, algunos aluden a una supuesta connivencia de los diferentes mandos policiales con los asaltantes, todos partícipes de un pacto secreto e inconfesable. Lo que realmente sucedió fue que, a diferencia de lo ocurrido en las revueltas y protestas raciales, en este caso Trump no movilizó a la Guardia Nacional inmediatamente, y tuvo que hacerlo el vicepresidente Mike Pence con un inevitable retraso.
En España -y en Canarias- no deberíamos contemplar lo sucedido con mucha superioridad: en nuestro pasado, y para nuestra vergüenza, también encontramos multitudes vociferantes y agresivas en los umbrales del Congreso de los Diputados, del Parlament catalán y del Parlamento canario increpando a los diputados e intentando coaccionar su voluntad. Y lo que es todavía peor: dirigentes políticos haciendo lo mismo que Trump: animándolos y dirigiéndolos.

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