
Lo cierto es que entré en Los Limoneros a las dos y media de la tarde para entrevistar a Gregorio Pérez Cruz (Villa de Mazo, 1957) y salí a las diez menos cuarto de la noche, temiendo no llegar a casa antes del toque de queda y después de comerme unos huevos fritos deliciosos. Es que se nos unió Mariano Ramos a la charla y ellos dos tenían muchas cosas que recordar. Yo sólo escuchaba y anotaba.
Gregorio tiene muchas cosas que contar sobre sus vivencias, pero primero pone el toque de ternura: “Para mí es un honor que me entrevistes, entre tanta celebridad”. Y, para dejarme fuera de combate, añade: “Quiero decirle a mi mujer, Sary, que lo ha sido todo para mí, que ella es la gran sufridora de mi profesión; y a mis hijos, Sergio (fisioterapeuta) y Carolina (profesora de EGB), que lamento no haberles dedicado todo el tiempo que merecían. Hace poco me llegó un regalo, mi nietito Lucas, al que sí le dedico todo el tiempo del mundo”.
Gregorio Pérez Cruz es un crac, una excelente persona y un profesional de muchísimos quilates. No he dicho todavía que ha sido un metre histórico en la Isla de Tenerife, que ha creado escuela y que en este momento -y desde hace años- es el concesionario de los restaurantes del Real Casino de Santa Cruz, que yo he llamado siempre el Casino de los Caballeros.
-¿Puedo decir que Los Limoneros es tu casa?
“Pues claro que lo es. Aquí estuve nada más y nada menos que 26 años”.
-Pero la historia no empezó ni acabó aquí.
“No, antes habían existido otros trabajos. En La Riviera -el más famoso y elegante restaurante de Santa Cruz- trabajé 12 años; antes, en el Mencey, desde las prácticas de la Escuela de Hostelería de La Candelaria; también un breve tiempo en el Club Náutico de Güímar y hasta me fui a El Campello, en Alicante, dos temporadas. Allí conocí a un montón de gente famosa”.
-Y aquí también.
“Bueno, claro, en los sitios donde he trabajado esa gente iba a comer; eran los mejores lugares”.
-¿Algún mal recuerdo de ellos?
“Nunca, jamás. La gente se comporta”.
-¿Recuerdas la anécdota de Ricardo Tavío en La Riviera?
“Sí, esa la puedo contar; estaban cenando el doctor García Gómez y señora y tú y tu mujer, llegó Ricardo a la mesa, se sentó y empezó a cantar ópera. Le íbamos a llamar la atención, pero me hiciste una seña para que no le dijera nada. Y, la verdad, cantaba muy bien. Daba gusto oírlo; en paz descanse”.
-¿Tus maestros?
“Vamos a ver, he tenido varios. Aquí, a Los Limoneros, vine ya formado y el entendimiento con “el jefe”, que es Mariano Ramos, fue absoluto. Aprendí mucho de él. Pero mi padre profesional, el que me metió la restauración en la cabeza, fue Santiago Domínguez. A él le debo gran parte de lo que soy. Cuando dejó La Riviera lo sustituí yo”.
-¿Existen estereotipos de comportamiento en esto de ser un gran metre, o es sólo intuición, saber estar, sicología?
“Sicólogo hay que ser. Vamos a ver, cuando alguien coge la carta y te pide, sin más comentarios, sabes que ese cliente no quiere conversación. Cuando antes de pedirte algo te saluda, te pregunta cómo te va y te da un poco de entrada, pues puedes quedarte un momento con él. Yo reconozco que me costaba irme de la mesa, quizá demasiado”.
-¿Qué te enseñó el Mencey, por ejemplo?
“A mí ese gran hotel me quitó el pánico de acercarme a la mesa a servir, o a tomar una comanda. Éramos estudiantes, no teníamos, sino la experiencia de la Escuela de Hostelería. Es el tiempo el que mejor te forma”.
-Dime la verdad. ¿Es cierto que un empresario, en cierta ocasión, quiso llamar al sommelier –así recomienda que se escriba el Panhispánico de Dudas— y dijo que le trajeran al somalí?
“Bueno, sí, se trabucó un poco, pero yo le entendí perfectamente”.
-¿Se da buen servicio en la hostelería canaria?
“Excelente. Y en los restaurantes, no te digo. Hay buenas escuelas y muy buenos profesionales. Gente que se ha formado, que ha luchado por sobrevivir muy dignamente en un mundo extremadamente complicado”.
-¿Y los clientes que ofenden?
“Hay que tener paciencia en ocasiones, pero es que uno vive de esto. Yo he trabajado con profesionales increíbles. Mariano Ramos, por ejemplo. Él se pone en la puerta de Los Limoneros y sabe lo que pasa detrás de cada plato que sale de la cocina. O Chema, que también trabajó aquí y que se ha formado muy bien. Ha montado el Cheese and Wine, en la calle de San Francisco, y le va estupendamente. Ramón, que estuvo conmigo en La Riviera, abrió hace muchos años la Taberna Ramón y ha formado a un hijo que es igual de bueno que él. Alexis, en el Casino. Y un montón de gente más. Hemos pasado momento difíciles, pero también es justo decir que otros han sido muy felices”.
(El coronavirus ha logrado destruir un montón de empleos en los restaurantes de las Islas. Algunos han sobrevivido, otros no. Y se han necesitado muchos sacrificios para mantener los puestos de trabajo, sin una sola ayuda -hago la excepción de Casimiro Curbelo, en La Gomera, que ha ayudado a un montón de pequeñas empresas desde el Cabildo que preside-).
-Gregorio, ¿qué diferencia puede haber entre La Riviera y los Limoneros?
“Vamos a ver, son estilos distintos, pero tienen un patrón común: la calidad y el gran servicio. Yo recuerdo con mucho cariño, de la época de La Riviera, a don José Fumero, a don Pedro Modesto Campos, a don José Capón y a don Jaime Daruis, por ejemplo. En otra etapa, a don Antonio Graña. Todos ellos eran propietarios. Gente educada, respetuosa. Tengo miles de anécdotas de todos ellos. Y una tuya: que Fermín Puig, el cocinero, no quiso hacerte unos huevos fritos”.
-Conocerás alguna de Pepito Trujillo, por ejemplo.
“Perdona, pero no me gusta contar mucho, por si molesto a las familias”.
(Pues voy a contar yo una. Pepito Trujillo, alias Pepito el Gomero, una grandísima persona, era un filósofo andante. Tenía un ingenio fuera de lo común. Un día, entró a La Riviera, de uniforme, con todas las medallas colocadas en la guerrera, el comandante de Marina. Pepito, muy resuelto, con la barra llena de gente y su vocecita suave, se dirigió a él y le preguntó: “Mi comandante, mi comandante, ¿qué puertito vamos a bombardear hoy?”. Aquello se vino abajo. Otra vez se intoxicó allí la plantilla completa de altos mandos de la Guardia Civil. Y mira que tiene fama la Benemérita de que sus componentes son arrechos y tienen un estómago a prueba de bomba). “Aquel fue un día triste; y yo creo que este suceso provocó la caída final de La Riviera. Una pena”.
-¿Cómo fue tu infancia?
“Feliz, pero muy humilde. Con quince años me vine a Tenerife a estudiar. Tengo a mis padres vivos; viejitos, pero con buena salud. Están al cuidado de mis dos hermanas, en Mazo, su pueblo. Mi padre está contento con un dominó delante y yo voy a verlos frecuentemente”.
-¿Cuál crees que es tu mejor cualidad como profesional?
“No creo que deba ser yo quien lo diga. Puede que la constancia. A ser constante he aprendido mucho de Mariano. Y quizá la honradez, que me inculcó mi padre, que hoy tiene 94 años. Pero prefiero no hablar de mí”.
-Es que estamos aquí para hablar de ti. ¿A qué se dedicaban tus padres?
“Pues él a trabajar en el campo y ella, que ha cumplido 92, a la casa y a cuidarnos a nosotros. Como cualquier familia isleña de la época”.
(Antes nombré a Jaime Daruis, otro buen amigo de quien escribe. Vino aquí de sargento, o de brigada, con el Tabor de Regulares que se estableció en Güímar, tras la guerra civil, como guarnición a causa de la II Guerra Mundial. Era muy inteligente e hizo una fortuna. Pepe Capón, que todavía vive y que era muy amigo suyo, decía siempre que si todo lo que contaba Jaime hubiera sido verdad debería tener al menos 115 años. La Riviera era una pasada. Y allí Gregorio conoció a gente muy importante. Cuando el golpe de estado de Tejero yo almorzaba en La Riviera con el malogrado Paco Afonso y con Salvador García, que era su más cercano colaborador. Fue el guardia conductor de Paco, a la sazón alcalde del Puerto, quien nos dio la noticia del asalto al Congreso, porque lo estaba siguiendo por la radio del coche).
-Tú eras muy amigo de Antonio Risueño, de Los Arcos, otro gran cocinero.
“Nadie freía las papas como él, nadie preparaba la carne como él; y aquellas deliciosas ensaladas. Mi mujer y yo vemos con frecuencia a su viuda, Ana. Antonio llevaba dentro la escuela suiza de hostelería”.
-¿Te acuerdas de aquel italiano, Iaccomo se llamaba, que comía con sus propios cubiertos?
“Era un hombre muy rico, soltero, un accionista muy importante de la Fiat, según él mismo contaba. El pobre murió muy joven. Era extremadamente amable y tenía esa manía: no comía sino con sus propios cubiertos”.
-Perteneces a la época de oro del chino de la calle de la Marina, el Shangai, de Enrique y de su padre, Alonso. ¿Cuál era el secreto de que allí los whiskis supieran a gloria? Te lo pregunto porque conocerás la leyenda.
“Cuentan que el secreto era el vaso. No se usaban esos vasos para otra cosa que no fuera para servir whiskis. Y entonces se impregnaban del aroma. Y, por supuesto, el otro secreto que el whisky era de garantía absoluta”.
-¿Consideras que tienes tus metas cumplidas, ahora que eres empresario?
“Yo me propuse una meta que era trabajar con honradez, con competencia y desarrollar la profesión que me gustaba. Lo demás fue llegando. Te dije que sólo me arrepiento que no haberle dedicado a la familia todo el tiempo que merece. Pero mi mujer ha suplido con creces esa dedicación, aunque ella también trabajaba”.
-Ser metre –así debo escribirlo, según el mismo diccionario citado- tantos años no es fácil. Pasa factura de salud.
“Mi estructura ósea se ha resentido. Hay pendiente una operación de las rodillas, porque las tengo destrozadas”.
-¿Es más difícil ser empresario que depender de un salario, aunque el salario sea tentador?
“Yo sostengo que para llevar bien un restaurante de categoría es preciso saber conciliar la gestión profesional con la administración. Por ejemplo, Mariano Ramos hizo una fusión de las dos y esa decisión ha sido inteligente. Pero a veces no se concilian y es entonces cuando los negocios fracasan. Con Mariano yo aprendí el verdadero significado de la economía, de la seguridad del negocio, sin bajar la calidad del producto”.
-¿Estás contento en el Casino de los Caballeros?
“Sí, porque desde la gerente, Raquel Gutiérrez, hasta el presidente, don Miguel Cabrera, me han apoyado. Lo mismo que la anterior junta del doctor Muíños, a la que le estoy muy agradecido por las facilidades que me dio. Lo que ocurre es que la pandemia nos ha cancelado todos los banquetes y no es lo mismo trabajar con mucha gente que con mesas aisladas. Esperemos que esto dure poco tiempo porque de lo contrario va a ser difícil sobrevivir”.
-¿Un secreto en tu oficio que yo no conozca?
“Hay que ser un buen líder; y enamorarse de la profesión”.
(En un momento dado de la conversación, Mariano se emociona recordando los tiempos de Gregorio Pérez Cruz aquí. Es lógico, fueron más de un cuarto de siglo. Y, ya de noche, recuerdo que tengo que cerrar la entrevista, merecida, oportuna y reveladora).