por qué no me callo

Iglesias no se corta la coleta

El día que una ministra canaria anunciaba la suspensión temporal de una de las vacunas por riesgo de trombos tras la inoculación, la política española vivía su particular pandemia sin antídoto que valga y con la continua amenaza de una trombosis general. La renuncia a seguir en el Gobierno de Sánchez, paradójicamente, convertía a Pablo Iglesias en un amago de ave fénix decidido a resurgir de sus cenizas, ante el peligro de una debacle electoral con una candidata sin tirón en Madrid (Isa Serra), y a evitar, en un futuro próximo, un harakiri semejante al de Albert Rivera tras hundirse en noviembre de 2019. De paso, ha nombrado heredera en Podemos a su mejor ministra, Yolanda Díaz, nueva vicepresidenta segunda (si Irene Montero lo ha encajado bien y queda dentro de casa es otra derivada) y se ahorra el riesgo de los fracasos electorales que conducen a la dimisión. Iglesias, acaso, ha cogido la ocasión al vuelo para salir del laberinto en el que se había metido.

En realidad, se va, pero se queda en la política. Luego, no se corta la coleta. Este joven dirigente imprevisible, producto de los indignados del 15-M, podrá ser criticado por su excéntrica visión de la política, que en ocasiones recuerda al frívolo Trump de los tuits, pero nadie podrá discutirle sagacidad y acaso don de gurú de sí mismo. Sabía que en la coalición de la Moncloa iba decayendo a ojos del electorado (resistió en Cataluña, pero se disponía a sufrir en Madrid un batacazo el 4-M). También era consciente de que el show de la discrepancia (poli bueno, poli malo) con Sánchez tenía los días contados y el presidente tendía otra vez la mano a Ciudadanos (ahora él lo hace con su amistoso enemigo Íñigo Errejón). Cualquier día el pacto saltaría por los aires. Su manera de irse preventivamente no ha sido un adiós a los Varoufakis (que también se cansó pronto de pertenecer a un Gobierno y tener que morderse la lengua) y, visto lo visto, su porvenir no era muy prometedor si el desgaste le llevaba a la consunción del griego Tsipras.

Iglesias busca siempre tener vuelo propio, alas que le dejen las manos libres, incluso una retirada elegida de la política cuando toque para ser una especie de Monedero sin Podemos pero en Podemos, sin poder pero influyente. Su rol futuro es el que se atribuía antes a Sánchez, ser un conferenciante exvicepresidente, y el referente de una izquierda que alienta el sorpasso y el asalto a los cielos como Bernie Sanders en Estados Unidos, utópicamente, ese espacio preferido del sabio Noam Chomsky. Divertirse haciendo ruindades puede ser muy pablista, que se promete a sí mismo cada mañana delante del espejo dar de qué hablar. Es esta pulsión populista de los líderes de la nueva política que se tejen en las redes sociales (lo primero que hizo fue lanzar un vídeo promocional de su candidatura madrileña para ser la comidilla del lunes) la que la distingue de la política ortodoxa.

A Sánchez, el ascenso de la asertiva Yolanda Díaz a la vicepresidencia segunda a cambio de la marcha del quisquilloso Iglesias del Consejo de Ministros le alivia. Díaz es la podemita mejor vista por la patronal y Europa no pondrá ya tantas objeciones a Nadia Calviño. Pero en Madrid puede pasar cualquier cosa. Quien iba para defensor del pueblo no puede ser un buen rival por la izquierda para Iglesias, que irrumpe como Illa hizo en Cataluña y se sabe investido del plus de provenir nada menos que del Gobierno de España (Ángel Gabilondo no) a intentar gobernar en una comunidad autónoma. No sé si esta será una campaña entre “comunismo o libertad” y “ultraderecha o libertad”, pero sí parecen las de Madrid, dentro de mes y medio, unas elecciones generales a escala, con el destino en juego de grandes y pequeños partidos, donde Ciudadanos tiene su última oportunidad: o alcanza el 5% o Arrimadas seguirá la estela de Rivera. ¿Y Casado? Ya sabe que si Ayuso pincha y gobierna la izquierda, el siguiente será él.

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