Fue Felix Frankfurter, juez asociado de la Corte Suprema de los Estados Unidos, quien dijo que la salvaguarda de las libertades suele forjarse en casos que afectan a personas poco agradables. Asesor de Roosevelt, Frankfurter ha inspirado a juristas razonables, letrados tan moderados como cualificados que, alérgicos a las simplificaciones, consideran que por despreciable que pueda parecernos la celebración de una fiesta ilegal en plena pandemia -sea intramuros o en la calle, a botellazos- la salvaguarda de los derechos fundamentales debe estar por encima de ese desprecio; entre otras cosas, porque una interpretación laxa de tales derechos podría engendrar un marco legal dado a lecturas elásticas, moldeables, generando humedades en las habitaciones donde la Constitución guarda libertades y derechos básicos que —arrastrados por la improvisación de la política— no deben someterse a revisión sin garantías. Y no, esas condiciones no se dan; ahora no. Los botellones en las aceras (y en las Cortes) son una factoría de argumentos contagiosos, construyen el peor escenario para abrirse a debates que requieren sosiego y cabeza, no intestinos o vísceras. El miedo que el enfado generalizado esconde da ventaja a quienes, con la urgencia sanitaria al fuego, subliminal e indirectamente se muestran permeables a mercadear sin límite con paliativos legales exprés. Entre otras hipótesis, abrirse a la posibilidad de que los gobiernos autonómicos se cuelen en la Constitución por la puerta de atrás, haciéndose con la paternidad o tutela de derechos y libertades irrenunciables, resulta socialmente agradecido (la pandemia lo jalea) pero democráticamente preocupante. Al decaer el toque de queda los ayuntamientos se sienten desamparados y una legión de voces reclama decisiones legales asimilables al salvamento y socorrismo, vinculadas a la anatomía del instante y bastante menos a la responsabilidad constitucional. El desprecio a las actitudes y estupidez de algunos -pocos, una minoría minoritaria- radiografía una reacción tan noble y lógica como insuficiente para según que decisiones legislativas. El reproche social y la objetiva necesidad de plantar cara a la pandemia no debe precipitar al país a piruetas legales ni, desde luego, a la tentación de que la Constitución sea utilizada como posavasos. Volviendo a Frankfurter, la salvaguarda de las libertades no debe flaquear ahora que afecta a personas poco agradables.