tribuna

Silbo gomero y pleito insular

Por Marcial Morera

Se ha dicho siempre, con razón, que una de las circunstancias que más ha contribuido a frenar la conformación de una conciencia pancanaria han sido los mezquinos pleitos insulares, que tan bien retrata el genial Cervantes en el pueblo del rebuzno que protagoniza el capítulo XXVII de la segunda parte de su inmortal novela, donde “no rebuznaron en balde/ el uno y el otro alcalde”. Hemos sufrido los canarios durante siglos un lamentable pleito insular grande, un pleito insular entre las islas de Gran Canaria y Tenerife, que tan rentable ha resultado para unos pocos (generalmente, mercachifles, periodistas y políticos, cuyos intereses suelen ir de la mano), pero que tanto ha dañado los intereses de la mayoría de la sociedad canaria, en muchos aspectos fragmentada en siete reinos de taifas. Me permito contar una breve anécdota que pone de manifiesto hasta qué punto resulta infantil y pueblerino este desafecto entre algunos de nuestros paisanos. Cierto día radiante de primavera circulaba yo en coche con un amigo chicharrero por la vieja carretera del sur de Tenerife, a unos cuatrocientos o quinientos metros de altitud. En un momento concreto del trayecto, llamo la atención sobre lo espléndida que lucía desde esta soberana altura la isla de Gran Canaria; a lo que respondió mi amigo chicharrero: “Sí, pero no tiene Teide”.
Pues bien, a este viejo pleito insular grande, determinado por la insensibilidad, envidia o complejo de algunos canarios hacia los valores y las maravillas de los otros, que son, en realidad, suyos también, tenemos que sumar ahora un pleito insular chico, un pleito insular entre El Hierro y La Gomera, a causa de ese prodigio del ingenio humano que es el lenguaje silbado, que tanto contribuyó antaño a unir a los isleños y que amenaza hogaño con separarlos irremediablemente, un mezquino y ridículo pleito en que, además, las discrepancias, obviamente legítimas, empiezan a ventilarse fundamentalmente en las modernas redes no de forma racional u objetiva, sino de forma subjetiva, utilizando medias verdades, criterios de autoridad ficticios, argumentos ad hominem, frenesíes patrióticos, mentiras descaradas, chistes de mal gusto y hasta insultos. La ignorancia aliada con la mala fe y la falta de respeto, además de atrevida, es perversa.
Pero, si se trata de comprender las cosas, de desentrañar la verdad que en ellas se esconde, de descubrir lo que tienen de esencial y eterno, ¿de qué sirven las colmilladas al que no piensa como uno, las trapisondas de periodistas y políticos y los fervores patrioteros? Al conocimiento de las cosas solo se llega con el análisis científico, que es totalmente ajeno a la politiquería, la periodistiquería y las siempre respetables jeremiadas terruñeras.
¿Qué es científicamente el lenguaje silbado que se practica en La Gomera, El Hierro, Tenerife y algunos puntos de Venezuela y Cuba? Pues, como descubrió el profesor Ramón Trujillo, especialista en fonología y semántica de la Universidad de La Laguna, que es entre nosotros el verdadero sabio en cuestiones de lenguajes silbados, en su libro El silbo Gomero (1978), y han confirmado posteriormente los estudiosos que han tenido luces para seguir su senda, en sus aspectos fundamentales, dicho lenguaje no es otra cosa (lo que no es poco) que un sistema fonológico en miniatura, constituido por dos silbidos autónomos o vocálicos (uno muy grave, que equivale a las vocales a, o y u de la lengua hablada; y *otro muy agudo, que equivale a las vocales i y e de la lengua hablada) y cuatro silbidos dependientes, matizadores de las vocales o consonánticos (uno grave oclusivo, que equivale a las consonantes p y k de la lengua hablada; un segundo grave fricativo, que equivale a las consonantes b, m, f, g y j de la lengua hablada; un tercero agudo oclusivo, que equivale a las consonantes t, ch y s de la lengua hablada; y un cuarto agudo fricativo, que equivale a las consonantes n, d, l, ll, y, r, rr, ñ), con los que pueden sustituirse (y de hecho se sustituyen), con mayor o menor facilidad, las sílabas de las palabras de cualquier lengua hablada del mundo, para darles mayor alcance auditivo. Así, por ejemplo, la palabra guanche temi ‘borde de un acantilado’ debió de silbarse, si se silbó, como /CHÉMI/; la palabra española gallina se silba como /GAYÍYA/; y la palabra sueca läkare ‘médico’, como /YAKÁYI/. Razón por la cual no puede decirse que el silbo gomero sea “español silbado”, como llegó a afirmar a finales del siglo XIX uno de sus estudiosos primeros, el francés Joseph Lajard (1891), prejuicio que otros han traído a colación más recientemente. El silbo gomero no es ni español silbado ni guanche silbado ni sueco silbado, sino un sistema fonológico autónomo, con que se han silbado, que sepamos, el guanche (en La Gomera), el español (en La Gomera, El Hierro, Tenerife, Venezuela y Cuba) y el sueco (del que se hizo un diccionario de palabras silbadas a principio de los setenta del siglo pasado), y con que se podría silbar cualquier otra lengua natural del mundo, a condición de que la conozca el silbador.
Desde el punto de vista del código, los procedimientos formales (la langue, diría Saussure) que han empleado los silbadores herreños, al menos desde el siglo XIX, los silbadores tinerfeños, por lo menos desde el siglo XX, y los silbadores descendientes de los emigrantes gomeros y herreños a Venezuela y Cuba, probablemente desde el momento mismo en que empezaron a afluir a estas tierras hermanas de América, para silbar palabras de su lengua cotidiana son exactamente los mismos que han empleado los silbadores de La Gomera, al menos desde los primeros tiempos de la época hispánica de la historia de las Islas.
No se trata, por tanto, de que el silbo que se usa en La Gomera sea el único silbo verdadero, y de que los que se usan en El Hierro, en Tenerife y en las partes de América citadas sean espurios, advenedizos o falsos. Se trata más bien de que el silbo que usan los herreños, los tinerfeños y algunos venezolanos y cubanos de origen canario es exactamente el mismo que el que usan los gomeros. Y es lógico que así sea, porque sabemos, con absoluta seguridad en el caso de los dos primeros, y con cierta probabilidad en el caso del tercero, que a Tenerife, América y El Hierro el silbo fue llevado desde la isla de La Gomera. Por tanto, no se trata, sensu stricto, de silbo gomero, silbo herreño, silbo tinerfeño, silbo venezolano o silbo cubano, si tomamos estos gentilicios en su sentido más geográfico, sino de lenguaje silbado sin más.
Tampoco se trata de que el silbo gomero sea de los gomeros, en exclusiva. El lenguaje silbado del que hablamos aquí es gomero, sí, pero no de los gomeros en particular, sino de todos los que lo emplean. Como la lengua española que hablamos todos no es de España, como pretendía Clarín y ha pretendido siempre el españolismo más rancio, sino de todos los hispanohablantes. Desde este punto de vista, puede decirse que el silbo gomero es tan de los herreños y tinerfeños como de los gomeros.
Y, como se trata de una misma realidad lingüística, del mismo lenguaje sustitutivo o subrogado, pues lo lógico y conveniente es que nuestro silbo tenga un solo nombre, y no dos (silbo gomero y silbo herreño, por ejemplo) o tres (silbo gomero, silbo herreño y silbo tinerfeño, también por ejemplo), como proponen algunos. ¿Cómo va a tener una misma cosa tan concreta dos o tres nombres distintos? ¿Para confundirnos? ¿Qué nombre conviene a esta realidad lingüística única? Pues teóricamente podría denominarse de cualquier manera (por ejemplo, silbo articulado, silbo gomero, silbo tinerfeño, silbo herreño, silbo gomero-herreño, silbo gomero-tinerfeño-herreño, silbo gomero-herreño-tinerfeño-americano, silbo de Canarias, silbo x y mil más), dado que, como sostiene la pedantería lingüística moderna, la relación entre el nombre y la cosa es arbitraria. Pero ocurre que, desde el año 1957, nuestro lenguaje silbado fue bautizado con el nombre de silbo gomero (no silbo de La Gomera, que es cosa bien distinta) por el profesor galés André Classe, que durante cuatro largos meses estudió a conciencia in situ sus realizaciones fonéticas más habituales, y que ese nombre, en principio individual o subjetivo, fijado ya como lexía compleja (al modo de vela latina, lucha canaria, camello moro, sombrero cordobés…), ha devenido nombre objetivo, nombre comunitario que todos (mundo científico, medios de comunicación, comunidad internacional, Unesco, Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, público en general…) respetan y usan. Hasta tal punto se ha convertido la lexía compleja silbo gomero en nombre comunitario del silbo que se practica en La Gomera, Tenerife, El Hierro y en puntos de Venezuela y Cuba, que hay autores que no dudan en escribirlo con mayúscula (Silbo Gomero), como si de un nombre propio (el nombre propio del silbo articulado) se tratara. Es decir, que no porque se use en El Hierro, Tenerife, Venezuela y Cuba es el silbo menos gomero que el que se silba en La Gomera; como no porque se hable en Argentina o Guinea Ecuatorial, por ejemplo, es la lengua menos española que la que se habla en España.
Y es de justicia, por lo demás, que el silbo se llame gomero (no de La Gomera, insistimos), porque fue en la isla colombina donde este ingenioso lenguaje sustitutivo natural que se emplea hoy en varios puntos de Canarias se descubrió por primera vez, empezaron a estudiarlo desde finales del siglo XIX etnógrafos y lingüistas (J. Bethencourt Alfonso, A. M. Manrique, M. Quedenfeldt, J. Lajard, R. Verneau, R. Ricard, A. Classe, R. Trujillo…) de las nacionalidades más variadas, lo salvaron los propios gomeros con mimo de su declive, cuando, denostado por los pseudocultos, sucumbía ante la competencia arrolladora del teléfono, y sentó las bases para introducirlo en el sistema educativo y colaboró en la elaboración del expediente que se presentó en la UNESCO para que fuera declarado patrimonio de la humanidad, la comisión técnica que, constituida por Ramón Trujillo, Amador Guarro Pallás, Francisco Afonso, Isidro Ortiz, Lino Rodríguez, Ubaldo Padrón, Adelma Méndez, Rogelio Botanz y yo mismo, había constituido para tal fin el Gobierno Autónomo de Canarias que inauguró el siglo XXI. Como es de justicia que la lengua española, que nació en España, se llame española, y no cubana, argentina o mejicana.
¿Puede sustituirse el nombre objetivo o comunitario de silbo gomero por otro de menos connotaciones territoriales, que tanto soliviantan el puntillismo patriotero? Evidentemente, sí. Todo puede cambiarse en la vida. Pero, para cambiar un nombre que ha devenido colectivo (y, en este caso, colectivo universal, es decir, de toda la humanidad), habría que tener razones de entidad, razones que fueran más allá de las susceptibilidades localistas. ¿Tienen entidad las razones de los que pelean para que el silbo gomero deje de llamarse silbo gomero y pase a llamarse silbo canario, silbo de Canarias, o de cualquier otra manera, simplemente porque dicho silbo no es solo de los gomeros, sino también de los herreños, de los tinerfeños, de los venezolanos, y de los cubanos; en realidad, de todo el mundo, desde que la UNESCO lo declaró patrimonio intangible de la humanidad? No lo parece. ¿Por qué? Pues simplemente porque el gentilicio de nuestro silbo gomero no significa primariamente ya ‘perteneciente o relativo a La Gomera’, sino ‘determinado tipo de silbo’, silbo articulado, frente al silbo común o corriente, que no es articulado ni natural, sino convencional.
Además, el neologismo que sustituyera el internacional silbo gomero, que solo permitiría satisfacer pequeñas vanidades locales, traería en principio tres consecuencias muy negativas para la intelección de todos. Por una parte, supondría la eliminación de un nombre ya acreditado, un nombre que es patrimonio de todo el mundo. Y con lo que es patrimonio de todos no deberían jugar ni los individuos ni las asociaciones que sean. Segundo, crearía confusión, porque induciría a pensar que nos encontramos ante realidades lingüísticas nuevas. Y en tercer lugar, resultaría en principio muy incierto, por lo menos hasta que dejara de ser subjetivo, y se convirtiera en objetivo, en nombre pleno, que es privilegio reservado a los nombres añosos. Y, ni siquiera con este nuevo nombre habríamos logrado gran cosa, porque nos encontraríamos ante una denominación tan arbitraria como la denominación de silbo gomero, que tanto disgusta a los no gomeros que silban el silbo gomero. Como también disgusta a muchos hispanohablantes, fundamentalmente de América, y también de Canarias, el nombre de lengua española que tiene el vehículo expresivo que les permite ver el mundo de una determinada manera y entenderse con 700 millones de almas como la suya.

*Doctor en Filología Hispánica. Universidad de La Laguna

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