tribuna

El sinfín del mundo

Los milenaristas del efecto 2000 nos atiborraron a profecías y creencias aterradoras sobre el fin del mundo, y el cambio de siglo se produjo entre resquemores escatológicos que no acertamos a conjurar a tiempo. Desde entonces quedó impregnado en nosotros un presentimiento desagradable que nos acompaña como una maldición persistente. Aquella vez llegó la madrugada y el crack informático resultó un fenómeno episódico de parquímetros bloqueados; no se cayeron los aviones en la nochevieja de 1999 que dividía un milenio de otro nada menos. Lo cierto es que se ha generado una psicosis en todo este proceso de entresiglos y entredécadas , y por último ha habido un salto considerable en la rueda del tiempo, y acaso el Armagedón empezó a desencadenarse pausadamente en algún vericueto cultural de estos últimos momentos históricos inexplicables y dura, incrustado en nosotros como una apreciación o una aprensión, hasta la fecha.


Todo empezó como una majadería supersticiosa con la llegada del año 2000 y volvió retroalimentada en 2012 bajo la sospecha de que el calendario maya establecía, en su cuenta larga, el gran cataclismo en el solsticio de diciembre del susodicho año. Los astrólogos más oportunistas acomodaron a esa fecha un planeta ficticio que venía rondando la cabeza de los teóricos de la colisión con la Tierra que daría con todo al traste. Pero el Hercólubus nunca hizo acto de presencia y aún hoy se barajan suposiciones sobre cuándo sucederá el estropicio. Hay muchos caraduras que hacen negocio con estas recurrencias, y luego hay minuciosos estilistas del misterio que nos entretienen con evidentes curiosidades de interés intelectual.


Los aficionados a este género están al tanto de nuevas versiones sobre el socorrido oráculo maya, según las cuales hubo un error o dislexia en las primeras interpretaciones y el día fatídico, en su caso, sería en 2021, nuestro año pandémico y vacunal, lo que nos faltaba: unos prefieren situarlo en junio -tamaño fiasco- o en diciembre próximo, dado que el asunto admite cualquier hipótesis a la carta con tal de mantener la llama viva del bulo. De todas, esta es la era del caldo de cultivo de las fakes: la posverdad y el trampantojo. Aún no hemos llegado a Marte y ya nos sobran los marcianos en casa.


Primero fueron las Torres Gemelas (2001), después la Gran Recesión (2008) y posteriormente la pandemia (2019). Si el relato de estos 21 años del siglo se hiciera, paso a paso, marcando cada hito con sus coordenadas de espanto y ladrido, veríamos una sucesión de desgracias y adversidades que parecen cortadas por la misma tijera. Los brujos se hicieron con la historia y estamos en medio del aquelarre.


Lejos de toda mirada conspiranoica a nuestra deriva, donde atentados terroristas y crisis económicas se alinean como los planetas de un mal fario, hemos desembocado en algo indefinible que nos supera y descoloca. Ni en los peores sueños de las generaciones que vieron volver al hombre de la Luna y nacer internet pudo jamás concebirse una pandemia de estas dimensiones provocada por un virus remoto que se eterniza en infinitas mutaciones como el cuento de nunca acabar.


Con los pies sobre la Tierra, los visionarios ventajistas que pregonaban el apocalipsis aquellas vísperas del año 2000 tienen hoy motivos para frotarse las manos por las carambolas que han dado lugar a un sinfín de calamidades como este. Una pandemia no es nada nuevo, y como decía el físico palmero Guillermo Rodríguez, hay una especie de calendario circular que repite los grandes percances cada ciertos ciclos, lo que en nuestro caso sería algo así como cada cien años en números redondos.


Pero estábamos convencidos de que al virus lo teníamos contra las cuerdas haciendo las cuentas de la vacunación masiva. Y estamos a día de hoy de nuevo encerrados en el mismo laberinto de 2020 huyendo del Minotauro, con las gradas vacías en las Olimpiadas de Tokio, cerrando playas, parques y plazas, y declarando el toque de queda. Tenerife ahora es un microcosmos del mundo, pues lo que pasa aquí sucede al mismo tiempo en toda España y se replica en Europa, América y Asia. Si no tuviéramos ya casi el 50 por ciento de la población vacunada y la perspectiva de alcanzar este mismo mes la inmunidad de rebaño, no sería exagerado decir que la cepa Delta nos ha devuelto a la casilla de salida.


Si en la espiral de las mutaciones se abriera paso, si no lo ha hecho ya, una variante del demonio que sepa torear a las vacunas, la pandemia volvería al kilómetro cero y en los laboratorios se pondrían como locos a fabricar vacunas a propósito de cada caprichosa variante del virus resucitado, y no tendríamos otra opción que repetir la misma parafernalia y vacunarnos en masa contra reloj.


¿Aguantaría la economía otro parón claudicante?, ¿qué consecuencias políticas cabe presumir?, ¿se agotaría nuestra paciencia? ¿Alguien tiene la garantía de que incluso esa sería la última vez o al cabo de mil y una noches el virus se perpetuaría en un cuento transfinito burlando como Sherezade la amenaza de la vacuna? En ese contexto de la India surgió la cepa que ahora nos tiene en vilo y de América avisan que ya existe otra más peligrosa aún, la andina Lambda, que podría ser la del cuento, pues temen los virólogos que encarne la horma del zapato de nuestros antídotos. Tenemos que armarnos de valor. O el virus no nos matará, sino la interminable pesadilla.

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