tribuna

Un baño de inmunidad

Agosto o ferragosto no está defraudando las expectativas. Subió el Teide (no siempre va a ser el Everest) de la pandemia y coronó la cima del 70% que nos dio la portada del jueves: Canarias alcanza la inmunidad de rebaño. Este es un concepto totémico muy controvertido desde su aparición en los años 20-30 a propósito del sarampión. En los albores de la pandemia, los británicos optaron por una estrategia pasiva de inmunidad natural, salvo mayores y vulnerables, a los que aislaban a falta de vacunas. Y ya en diciembre, cuando Reino Unido descorchó el primer vial de Pfizer-BioNTech y pinchó el brazo de Margaret Keenan, de 90 años, erigiéndose en el primer país en vacunar (“tenemos mejores científicos que los franceses, que los belgas o los americanos; somos un país mucho mejor que todos ellos”, alardeaba el Gobierno de Boris Johnson con el brexit como un niño con zapatos nuevos), se propuso llegar a este umbral psicológico antes que nadie, pues, como veremos, ha existido una olimpiada contumaz de la pandemia en todos los órdenes.
Londres se adelantó a Washington. Todo desde el primer día ha sido una carrera contra reloj para alcanzar poder y prestigio con cargo a esta plaga de virus, de hitos y desafíos. La ciencia ha competido hasta con su sombra. Los líderes no han cesado de compararse y de hacer alardes de grandeza y éxito. Chinos y americanos empezaron el duelo en las altas esferas por ser la potencia hegemónica tras la COVID. Y lo hicieron después, por imitación, unos países contra otros, a menor escala, contando sus muertos y enfermos, y su índice de contagios y negacionistas. Las desescaladas han sido un tour de force a cual más prematura o precipitada. Cuando se dijo, a ver quién se quita primero la mascarilla en los espacios públicos, se dieron codazos por tomar la delantera, pero un día Israel agachó la cabeza y se retractó. Otros no dudaron en hacer lo mismo. En España ha sido un acto de frigidez, el ideal indeciso, y hoy la gente en las islas pasea con la máscara puesta, mirando de reojo al que se le acerca. Los ingleses han llegado a abolir, hace un mes, el distanciamiento social en el mismo pack: fuera la mascarilla y el metro y medio de separación interpersonal. En realidad, han tirado la casa por la ventana, decretando una apertura total a ciegas, volviendo a los orígenes: la inmunidad de rebaño conviviendo con el virus a pelo. Pero ahora con la escarapela de creerse junto a Malta los primeros con población vacunada.
La crisis económica -otro torneo por el mejor PIB entre los escombros- solo rentará políticamente si de esta resulta una generación de países emergentes pospandemia. Por lo visto, Europa saldrá fortalecida, pero Reino Unido ya no pertenece al club, encarna más que nunca el mito de la isla de San Brandán. Y ha decidido hacer la guerra por su cuenta, frente a la UE, Estados Unidos y el sursuncorda. Trump pidió explicaciones a las compañías farmacéuticas por no alumbrar las vacunas antes de las elecciones que perdió contra Biden, y a los reguladores de los medicamentos de su país les reprendió por haberse dejado comer el terreno por sus amigos los ingleses echados al monte.
Ha sido todo un pressing estos ocho meses desde que aquellos dos ancianos británicos inauguraron la carrera por el vellocino de oro de la inmunidad de rebaño, en la que participaba el propio William Schakespeare: el octogenario que compartía (murió recientemente) con el célebre dramaturgo el nombre y el lugar de nacimiento, la localidad de Warwickshire, y que fue el primer hombre en recibir una dosis tras la simpática nonagenaria Keenan (“si me la pueden poner a mí, también a ti”). Los adanistas británicos se han tenido que tragar sapos, en su huida hacia delante por ser los primeros, antes de consagrar el día de la libertad, el pasado 19 de julio, con el pueblo refocilándose en las discotecas y el primer ministro de cuarentena por ser un contacto estrecho de su ministro de Salud positivo. Ha sido una inmunidad de rebuznos. Y está por ver que, con la Pfizer y sobre todo la AstraZeneca, estén a buen recaudo, dado el flagelo de la cepa india en el Reino Unido. Ellos acuñaron una inmunidad de primera dosis, sin duda haciendo trampa y saltándose los plazos de la pauta vacunal. El dardo de la vacuna no consiente atajos en su trayectoria hasta dar en la diana.
España es de los pocos países que lo ha hecho bien, y Canarias se puede dar con un canto en el pecho, mientras en Europa y América los gobiernos han tenido que rogar a los ciudadanos que se vacunen (Biden exhortó a hacerlo “por favor, que es gratis”), cuando no engatusarlos con regalos dudosamente éticos (dosis de droga a cambio de dosis de sueros) o, incluso, pagar por vacunarse (100 dólares en Nueva York). En ambas orillas los negacionistas se han puesto las botas boicoteando la inmunidad de rebaño, como quien esparce cáscaras de plátanos sobre la pista olímpica para que resbalen los atletas. El caso español y canario causa lógica envidia en el exterior. En las Islas, los niños y adolescentes han competido, pero por ser los primeros en los vacunódromos. Así se ha podido llegar y superar esta semana el 70% de la población diana y es posible confiar en escalar hasta el 80 y el 90%, como prefijaban los expertos en su día para combatir las paperas, o más aun, el sarampión y la tos ferina, en cuyos casos el Ro o número reproductivo básico (que establece la cantidad de personas que puede contagiar un individuo infectado) era más alto que en este virus.
La inmunidad de rebaño tenía al principio, cuando no había vacunas, un significado romántico de ingleses y nórdicos, que desistieron enseguida con cierta sensación de bochorno. Y una vez que se pudo contar con la pócima (siendo ello en tiempo récord, como no podía ser de otro modo en esta olimpiada del coronavirus), la vieja utopía pasó a ser un sueño confiable, para soñar despiertos con la hipótesis de vacunar al 70% de los mayores de 16 años y luego de 12, como un escudo antivirus suficiente sólido. Luego llegaron las cepas, que competían, a su vez, por ser la predominante. Y cuando aún no habían comenzado los juegos de Tokio, ya sabíamos que, en esa carrera de fondo entre el virus y las vacunas, variantes como la Delta podrían frustrar el Santo Grial de la inmunidad e incluso desatar una nueva pandemia. Todavía convivimos con el virus y con ese temor, pues los hospitales siguen atestados y las UCI en tinieblas con pacientes precoces. Las calles de París y Berlín que disienten de la inmunidad y niegan los beneficios de las vacunas auguran un nuevo cisma social entre los que se protegen y los que no, como advierten los jueces, en el fiel de la balanza de los derechos y las libertades. A saber a dónde nos lleva esta nueva competición, ya con el público en las gradas, en manos del destino y el azar…

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