Halloween

Leo un artículo de Juan Sisinio Pérez Garzón sobre la necesidad de la memoria histórica. Uno de los pocos que pone de relieve la importancia de la reconciliación que supuso la Transición de 1978. Habla de que esa reforma importantísima fue aprobada por la casi totalidad de la Cámara, salvo la abstención de Alianza Popular. Esto es así y le ha costado a ese partido arrastrar la rémora de ser poco democrático durante los años posteriores. Fueron el PSOE, la UCD y el PC quienes cargaron con la responsabilidad de llevar a España a un nuevo panorama político de entendimiento y progreso, del que muy pocos dudan de sus beneficios. Y digo muy pocos porque existen grupos que no están dispuestos a reconocer estos hechos. El articulista se olvida de enumerar a quienes no pertenecían a aquellas cortes constituyentes y que se oponían a las reformas apostando por la ruptura. Quiero decir que existía, desde aquellos primeros momentos, el embrión de los que, pasados los años, iban a pregonar el no nos representan y que toda aquella operación fue un mayúsculo fraude. Son los que se encontraban por fuera, los no contabilizados a la hora de ofrecer un triunfo rotundo y cerrado en torno a los nuevos principios democráticos; si me apuran, los que apostaban por un modelo de democracia diferente, alejado del Estado de derecho y más cercano a un asamblearismo revolucionario. ¿Qué es lo que ha pasado desde entonces hasta ahora? Que lo que era una dispersión testimonial se ha ido reagrupando y hoy representa a una opción clave para la formación de un Gobierno al que los más suaves críticos se atreven a llamar Frankenstein. Frankenstein es el intento de un científico desesperado por fabricar una artificialidad viva con los retales desperdiciados de todas las vilezas de la condición humana y también de sus virtudes. Incluye sangre de asesinos y vísceras de locos, junto con el corazón de personas bien intencionadas que creen que la bondad, por sí misma, es capaz e imponerse a todo lo demás. Bien pensado es un reflejo burdo de la vulgaridad del hombre, al que le falta el detalle de que el grupo tiene la tendencia a afinarse, a eliminar las impurezas para presentarse con la limpieza de un ideal inalcanzable. Por eso Frankenstein es lo real y lo otro no es más que un deseo. En 1977, cuando se aprobó la ley de Amnistía, que fue el primer paso para la recuperación de la Memoria Histórica, no votaron los batasunos, ni ERC ni los anticapitalistas ni los trotskistas ni la extrema derecha ni los visionarios de Cristo Rey ni los GRAPO ni el FRAP. Los herederos de todos estos, que antes no tuvieron que ver con el proceso, son los protagonistas actuales para arrojar una sombra de sospecha sobre la bondad de aquellos años de transformación. Son los Frankenstein, cosidos a costurones mal cicatrizados en una mesa de autopsias con los desperdicios de lo no recomendable, reunidos para construir un todo que solo sirve para apuntalar la posibilidad de una mayoría. Se habla de que estos brotes de radicalización asoman por todas partes en un mundo que se desborda de insatisfacción, en una sociedad advertida continuamente por agoreros de que se esta autodestruyendo, en un revoltillo de cambios que no se comprenden y provocan la existencia de adaptados conformes o desesperados frente a la incertidumbre. Estamos ante una pandemia neuronal que afecta a la confianza en un futuro mejor que el que tenemos. Nadie se fía de que estemos en el camino correcto y vive con la amenaza de que perderá algo de lo que tiene, aquello que le hace sentirse seguro. En este ambiente de sospechas triunfan los Frankenstein, porque parecen que están hechos ad hoc para representar ese Halloween diabólico en el que nos hemos introducido sin darnos cuenta. Ya hasta se aprovecha el truco o trato para asesinar a un inocente de nueve años, y lo que es peor, la sociedad se reúne para justificar que las cosas se hicieron de la única manera en que se podían hacer. Es decir, bien, para que nadie piense que el país en que vivimos no funciona. No tiene nada que ver, pero así todo.

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