El volcán es la metáfora perfecta de lo que nos ocurre. Y de lo que nos pudo suceder. Ayer quedó oficialmente apagado el de La Palma. Y no podemos decir lo mismo de la COVID, pero otro gallo nos cantaría de haber explotado otros volcanes en el mundo. Si el asalto al Capitolio y el golpe de Estado de Trump hubieran triunfado en 2021, se habría consumado la epopeya del pequeño titán chino, el virus, como embrión de una monumental trapisonda que pusiera todo patas arriba. Y la pandemia, como canon de este tiempo, hubiera sido una tormenta perfecta, con los daños colaterales en el rumbo político del mundo y la economía al garete. La ultraderecha y el populismo incendiario se habrían consagrado en la primera potencia de occidente. La vuelta de los talibanes al poder en Afganistán no habría sido sino una consecuencia más de la deriva irracional y silvestre del desorden establecido.
A tales extremos de desánimo habríamos caído por estas fechas que nos cabría la tentación de rogar al telescopio James Webb, el mayor instrumento de observación jamás construido, lanzado ayer exitosamente al espacio para reemplazar al ya mítico Hubble, que nos alegrara la vida comprobando, por caridad, la existencia de otras civilizaciones ojalá más inteligentes y benefactoras para soñar de nuevo en un mundo mejor. Pero la distopía se quedó a mitad de camino. El virus sorteó el cortafuegos de las vacunas y aquí estamos, de nuevo, deambulando por las calles con mascarilla.
Confían en la Organización Mundial de la Salud en que, pese a todo, la plaga finalice en 2022, el año que está detrás de las cortinas. Es cierto que resulta paradójico el augurio del nunca antes optimista Tedros Adhanom Ghebreyesus en plena ola de ómicron. De confirmarse que la cepa de esta estampida decrece en su Sudáfrica natal, tendría sentido, pero nada impide que, con miles de infectados al día, por estas ínsulas no dudemos en dar crédito a la repandemia.
Sin embargo, podemos sentirnos satisfechos de algo. La palabra que más se nos resiste es fin. Y ayer la dijimos con la boca llena, con “alivio, emoción y esperanza”, como dijo Julio Pérez, tras usar las palabras solemnes más esperadas: “La erupción ha terminado”. Ya es historia, como aseveramos en aquella portada de DIARIO DE AVISOS, del 15 de este mes, al apagarse a las 22.21 del lunes 13 tras irrumpir a las 15.11 el domingo 19 de septiembre en Cabeza de Vaca, sin darle tiempo a cumplir 100 días de edad, pero habiendo conseguido ser la más larga de la isla en medio milenio. En el peso de las palabras de las 70.000 cartas que niños y niñas de otras latitudes han remitido a escolares de la isla se plasma el sentimiento universal que origina un pequeño volcán que se hizo icono de una era de estallidos y daños.
Es este un mundo de mudanzas. Nada ya permanece estático en el tiempo, hasta Facebook ha cambiado de nombre en su mayor crisis de identidad para reencarnarse en Metaverso y darnos la pista de lo que viene, un mundo irreal y paralelo, porque este se hace añicos. Hemos visto pasar las sombras de estos dos primeros años de década y nos disponemos a visitar de nuevo el vacío en 2022, que parece formar parte de un trienio. Desde que afloró la COVID-19 hemos estado viviendo siempre en la prolongación de un mismo año, como una serpiente o un tren, en los vagones de la pandemia. Todo tiene un espíritu de continuidad. Si 2021 hubiera sido el año de la vacunación definitiva, estaríamos todos sanos y el virus habría pasado a mejor vida. Y el sábado abriríamos la puerta a 2022: año nuevo, vida nueva. Pero no nos engañemos.
Claro que a Canarias le han pasado más cosas. Las migraciones de nuestra peligrosa ruta, junto a otras, como la de Polonia-Bielorrusia, nos recuerdan de que desgracias venimos. Y ha habido sucesos sociales y culturales dignos de mención. Cuando Andrea Abreu parió Panza de Burro tuvo el instinto del volcán, la suya fue una erupción literaria. Habría que remontarse a la generación de los 70 y al cometa de Mararía, que apareció en el cielo de la narrativa canaria en el 73 tras sufrir Rafael Arozarena en Femés el impacto de la presencia de la anciana que soportaba la maldición de su belleza legendaria. Fue el año de la guerra del Yom Kippur en que Israel salió airoso con ayuda de Estados Unidos y el de la amarga venganza de los países árabes de la OPEP que desencadenó la crisis del petróleo. Cada estruendo en el planeta ha tenido en las islas su eco, y a veces este ha sido literario. De lo que se deduce que Panza de Burro es la novela fetiche de una época, la noticia de la sed o la hambruna de lectura cuando todas las palabras se las había apropiado un virus, que no era otro que el virus del miedo. El tiempo dirá a qué dio lugar este texto escrito como se habla en Icod, literatura de la tierra en un año de tanta geología.
Ninguna ficción habría sido creída de haber previsto dos años de no turismo o turismo cero. Se nos cayó al suelo el jarrón, la fama de paraíso, el mito convertido en timo. Hemos perdido la agenda donde estaban anotados los objetivos de estos años clónicos. Queríamos hacer historia, inventar la pólvora con las modernas tecnologías, decretar el final de algunos cánceres, curar el clima, volver a la Luna y llegar a Marte. En un mundo de gigantes nos olvidamos de los malignos liliputienses, y un virus cambió la historia hasta llegar a estas cenas de Navidad con test de antígenos.
Ahora se avecina una megacrisis económica en un escenario de inflación inédita, colapso de suministros, amenazas de apagones y desabastecimiento y problemas energéticos, y se abren paso las criptomoneda y el blockchain. Se nos han quitado las ganas de hacer grandes planes para mañana. El aquí y ahora regresa con mayor vigencia que nunca, y el mindfulness se hace global. Somos de la camada de ese hombre, persona del año, que ocupa la portada de la revista Time: Elon Musk. El navegante espacial que quiere colonizar planetas antes de que llegue de verdad la pandemia climática. Nosotros, los fans de Neil Armstrong, hemos recibido nuestro merecido, esta lección de humildad, y llevamos dos años con los sueños rotos, más pendientes de lavarnos las manos y taparnos la boca, con los ritos más rudimentarios. Con Biden y Boric en la América de cine, las guerras de verdad regresan a Europa. Putin sigue tentando al diablo en Ucrania. ¿Qué nos espera en 2022?
Si usted está vacunado no va a morir, aseguró Amos García. No era esa la pregunta, pero nos vale como salmo para un año de oraciones. La espiral de contagios es la que es y ha sido inevitable que volvamos a hablar de un virus de laboratorio. Estamos atrapados en este bucle desde hace dos años, en la cárcel de la pandemia. Y llegamos a diciembre de ningún año. Da igual que acabe en 20 que en 21. Esta película la hemos visto antes. Es la misma año tras año.