Hemos de reconocer que una manifestación unánime de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, apoyada por la oposición y en contra del Gobierno, no es precisamente un elemento característico del Estado de Derecho y de una democracia representativa y parlamentaria. Pero se veía venir. Los socialistas radicales y los comunistas que nos gobiernan consideran las instituciones políticas, y, en especial, el Parlamento y el Gobierno, como meros instrumentos de usar y tirar: útiles para alcanzar el poder, pero inútiles para ejercerlo. Porque los bolcheviques no tomaron el Palacio de Invierno votando en la Duma; y las instituciones de la democracia burguesa sirven para lo que sirven, pero no para hacer la revolución. El escenario natural de nuestros gobernantes es la calle, la algarada y la revuelta callejera, y la policía se pone muy molesta con su obsesión por mantener la Ley y el orden público. Peor para la policía, a veces se escapa alguna patada que les alcanza.
También hemos de reconocer que esa estrategia y esas concepciones políticas de nuestros gobernantes encuentran un terreno abonado en la cultura política española y en nuestros valores, porque somos un pueblo cainita, fratricida y violento, que se ha enfrentado entre sí con especial saña a lo largo de su historia en siete guerras civiles, además de las revueltas cantonales, aunque la izquierda radical se ha olvidado de las seis primeras. No en vano, el anarquismo se propagó entre nosotros con virulencia asesina, contó con partidos y sindicatos importantes, y puso de manifiesto nuestra tradicional falta de coherencia y sentido común: somos el único país del mundo que ha tenido ministros anarquistas. No en vano cinco de nuestros presidentes de Gobierno han muerto asesinados, además de innumerables políticos.
Se oye decir muy a menudo que la calle es de todos, que la calle es del pueblo, y es una verdad a medias. El artículo 21 de la Constitución reconoce el derecho de reunión y manifestación, pero impone la lógica y fundamental condición de que sea pacífica y sin armas. Absolutamente nadie está legitimado para quemas coches y contenedores, hacer barricadas, destrozar tiendas, escaparates y mobiliario urbano o atacar a la policía en nombre de supuestos derechos y reivindicaciones, que de esta forma pierden toda su legitimidad. Y debilitar mediante la reforma de una ley a las fuerzas de orden público hasta dificultarles mantener ese orden descalifica a un Gobierno y le coloca del lado de los delincuentes.
Al Gobierno no le interesa fortalecer a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado porque no las ha podido instrumentalizar y politizar completamente, como sí han hecho los independentistas catalanes y vascos con sus policías autonómicas. En esas policías se premia la fidelidad al ideario antiespañol, mientras en la Guardia Civil, por ejemplo, se niega el ascenso al generalato por motivos políticos y por mantenerse ideológicamente independiente.
La calle es de los ciudadanos que ejercen sus derechos y respetan los derechos ajenos dentro de la Ley y el orden. Pero, por desgracia para ellos, esos ciudadanos solo le interesan al Gobierno si, además, votan socialista o comunista. Si no es así, esos ciudadanos no le interesan nada y están condenados a transitar por la calle de la amargura.