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Los súbditos rojos de la reina encarnada

La compleja realidad que hoy denominamos democracia es el fruto del liberalismo y de las revoluciones liberales. No hay ninguna democracia que no sea liberal, y liberalismo significa Estado de Derecho y mercado y economía de mercado. La alternativa es una economía de planificación central (Cuba, Corea del Norte, la Unión Soviética); y ninguna economía de ese tipo ha sido nunca una democracia. A estos efectos, es constatable una correspondencia histórica sin excepciones. El debate liberal se centra en la cantidad y calidad del sector público. Y los que juegan a confundir a la opinión pública juegan con el término neoliberalismo como si se refiriera a un retorno del liberalismo (un liberalismo del que nunca nos hemos ido), cuando únicamente significa un liberalismo menos social que el actual y más cercano a las concepciones liberales primitivas, partidarias de un mínimo sector público y de un estricto abstencionismo de los poderes públicos ante el mercado y las economías.

Isaac Asimov escribió un cuento titulado La carrera de la reina encarnada. En ese cuento narra la historia de un científico que descubre la forma de enviar materia al pasado, y se empeña en enviar a la Grecia de las polis unos papiros escritos en correcto griego clásico con conceptos y fórmulas básicas de la física y de la química de nuestros días. Desvelada su aventura, se desata la peor de las alarmas: la alteración del pasado implicará muy probablemente la del presente y el futuro. Sin embargo, pasa el tiempo y nada ocurre. Y alguien recuerda que la civilización griega antigua conoció una floreciente -y abortada- era científica y tecnológica, y que algunas leyendas atribuían ese incipiente conocimiento a un legado de los dioses. Es decir, fabula Asimov, precisamente vivimos en el mundo consecuencia del envío al pasado de los papiros, y el auténtico problema hubiera sido que el científico no los hubiese enviado. Igual que la reina encarnada de Lewis Carroll y su Alicia, que debía moverse continuamente para permanecer en el mismo sitio.

Pues bien, las democracias vivimos en un mundo liberal, en el mundo que es el producto del liberalismo y de las revoluciones liberales. No hay ninguna democracia que no sea liberal, y liberalismo -y neoliberalismo- significan Estado de Derecho y mercado y economía de mercado. Desde ciertas perspectivas -como la históricamente fracasada socialcomunista de los sectarios que nos gobiernan-, a ese conjunto se le llama capitalismo. Pero ese conjunto está indisolublemente unido. Y debe moverse continuamente para permanecer en el mismo sitio: el sitio del imperio de la Ley, de la división de poderes y de los derechos fundamentales y las libertades públicas. Debe moverse, en particular, para resolver las crisis cíclicas que lo conmueven, como hizo desde 1929 y está haciendo ahora. En el bien entendido de que fuera de ese conjunto y fuera de ese movimiento incesante solo impera la arbitrariedad de la sinrazón, el poder omnímodo y excluyente, y la negación de los derechos y las libertades. En suma, el totalitarismo y la dictadura comunista. Conviene no olvidarlo. Y no preocuparse por si los súbditos rojos de la reina encarnada se empeñan en enviar al pasado algún papiro que otro. El auténtico problema sería que no los enviaran.

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