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Por fin, viernes

La única desventaja que tienen los viernes, mis días favoritos, es que no puedes sacar el coche. Porque te atrapa una cola y ya todo el encanto que tienen esos días queda anulado. ¿Por qué son tan buenos los viernes? Pues porque al día siguiente es sábado. Ni más ni menos. En la noche de los tiempos, para mí los domingos eran fantásticos porque después de la misa de once, que es a la que asistían mis abuelos, me compraban dulces en la Esquina Redonda. Ya no hay dulcería ahí, pero en el nuevo y bonito edificio que han construido la esquina sigue siendo redonda (aunque sea un oxímoron) y este es un homenaje al pasado que honra al constructor. En un pueblo en el que todo se olvida, la única esquina redonda de todo el mundo sigue con su forma. Había unos dulces de chocolate allí, una especie de brownie, que a mí me encantaban, pero eso forma parte del pasado. Fíjate que ayer no me llamó casi nadie; sí Bea, que no me encuentra la chaqueta en Andorra. Alarcó estaba contento porque parece que Feijóo no va a tener oposición en el congreso de Sevilla, sino que saldrá por aclamación. ¿Y Pablo? Pues que lo manden a hacer un curso sobre lo que no se debe hacer. Acusar a una compañera de partido no está bien, sobre todo cuando la acusación parece humo. En España siempre tiene que estar uno bajo sospecha. Es decir, España es un país de culpables, no hay inocentes que valgan. Me preguntan si el presidente del Parlamento tiene que dimitir. ¿Dimitir? Bonito verbo. Pero en este caso yo creo que no, por una mera investigación y por un asunto todavía indiciario. Esperemos, al menos, hasta que declare. Gustavo es un buen abogado, ha ejercido como tal y no creo que se haya dejado trillar los dedos. Pero en este país es malo confiarse.

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