el charco hondo

La decepción

La afonía del ánimo, esa que dejó sin voz a la Isla, la que dentro o fuera del estadio apagó las palabras y las ganas a decenas de miles de gargantas, ese silencio que corrió por la ciudad como lo hace el agua cuando llueve con furia, esa afonía, ese silencio, puede medirse con facilidad. La decepción del domingo por la noche, su dimensión, es equiparable a la celebración que se vivió durante la semana y, sobre todo, en el transcurso de los minutos inmediatamente anteriores al momento en que el árbitro, flojo, y consentidor, pitó el comienzo de la tragedia griega. Basta recuperar esos momentos, esas horas, para comprender el tamaño del disgusto. A quienes no les guste el fútbol, ni falta que les hace, cabría explicarles que lo verdaderamente sustancial del balón, su protagonismo, rueda dentro y fuera del césped, recorriendo oficinas, domicilios, cafeterías, terrazas o plazas, regando expectativas e ilusiones a su paso; y también, como fue el caso, la decepción. Las crónicas futbolísticas deben hacerlas los que sí saben de fútbol. El resto, aquellos que nos asomamos al fenómeno social que refleja, preferimos detenernos en los detalles periféricos, en la experiencia de comprobar cómo el olor a gloria puede llegar a inmovilizar a jugadores a los que la presión multiplicó el peso de las piernas, de la cabeza o del aire que respiraban; o, girando el foco hacia la grada, constatar cómo el pánico a quedarse a las puertas, como así fue, mantuvo a veintidós mil personas con la respiración más contenida y sufridora que feliz o atrevida, intentando sacudirse el miedo que, ganador, silenció al estadio durante demasiados minutos. El balón no tiene memoria, no hay pasado, no hay tarde igual a la anterior, cada noche tiene su propio guión. Esa es su magia, y su maldición. No pudo ser. La Isla, y la Ciudad, se han quedado a las puertas de colarse en la liga que multiplica existencia o la niega. Al acabar el partido enmudecimos, también en los chats. Nadie decía. Ni escribía. La afonía del ánimo invadió calles que esperaban otra cosa. Así nos defendemos de las decepciones, negándoles voz, conversación; castigándolas con nuestro silencio para devolverles el golpe. Solo el fútbol es capaz de subirnos colectivamente a tamaña montaña rusa de altas y bajas, subidones y planchazos, de planes robados. El Girona se alió con el miedo, nos la jugaron. Y hasta aquí el duelo, punto final. Toca quedarse con el reencuentro de afición y equipo, con las semanas del imaginar, del creer, con lo bien que lo hemos soñado. Toca recuperar la voz, enterrar la afonía y seguir jugando.

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