Sin opiniones que abran interrogantes, sitúen a la realidad frente al espejo, desnudándola, que fijen posición ante esto o aquello, los episodios que la actualidad escupe a diario quedarían sin valorar, sin juicio. De ahí que cuando las personas o instituciones adquieren el hábito de guardar silencio, ahorrándose el desgaste que trae consigo opinar, siembren pereza, indiferencia, apatía, permisividad, alimentando de paso la sensación de que ocurra lo que ocurra debemos seguir caminando de frente sin volver la vista a un lado o atrás, no vaya a ser que nos afecte torciéndonos el día y la conciencia. La tragedia de Melilla, con decenas de fallecidos devorados por el oscurantismo y la impunidad, merecen algo más que afirmaciones fugaces o valoraciones de escape. Cuando los hechos alcanzan la categoría de gravísimos los gobiernos deben fijar su posición, dar su opinión, por escrito y colegiadamente, con la oficialidad y solemnidad que lo ocurrido exige. De lo contrario, si se huye del pronunciamiento colegiado, se incumple con la obligación de contar a los gobernados cuál es la posición de sus gobernantes. Lo de Melilla se ha valorado desde el Gobierno de Canarias tirando de registros diametralmente opuestos, gama alta y baja. Mientras el vicepresidente ha tachado de indecente lo que pasó en la frontera, añadiendo, en clara alusión al acercamiento de España y Marruecos, que no hay acuerdo que merezca dejar sin explicaciones lo sucedido, el consejero de Administraciones Públicas, Justicia y Seguridad se ha limitado a afirmar que lo de Melilla pone de relieve la necesidad de que la contención de la inmigración se mejore, rematándolo con una apelación a que la prevención sea más sofisticada. El vicepresidente habla de indecencia y el consejero de sofisticación. Agua, aceite, arena y cal. Una cosa, y la otra. Nada, en definitiva. Se ha echado en falta un posicionamiento colegiado, con la oficialidad que lo de Melilla merece. Debió hacerse de forma inmediata, sobre la marcha. La opinión de un Gobierno es necesaria, importa. Dejar que los días transcurran para que afloje la tormenta es una mala costumbre, consolida el hábito de que haga lo que haga el vecino marroquí solo cabe dejarlo correr, suspirar sin hacer ruido, lamentarlo hacia dentro, y callar, sobre todo callar. Si el del bar, la del súper o los vecinos tienen una opinión sobre lo de Melilla, cómo no va a tenerla un Gobierno, el de Canarias. La permisividad está demasiado emparentada con la debilidad. Callar para no molestar resulta frustrante, duele.