el charco hondo

Tanto tiempo sin verte

Tiene el carnaval, entre otras liturgias, la cansina tradición de despertar a pocos días de echarnos a la calle con la noticia de un grupo de vecinos exigiendo que alguien, en los juzgados, preferentemente, tire del freno de mano. Las quejas forman parte del programa junto a concursos, galas, conciertos u otros eventos. Están los vecinos, pocos, o muy pocos, tanto da, en el legítimo derecho de decir o hacer lo que consideren. Tan legítimo, y respetable, como el derecho que los carnavaleros tenemos a preguntarnos en alto por qué han caído ahora, con las murgas en la final o las reinas ya elegidas, en la urgencia tardía de pedir lo que piden, y, puestos a hacernos preguntas, yo, que vivo en el centro desde antes de nacer, me pregunto qué fue antes, el huevo o la gallina, el carnaval o el piso, la maraca o la almohada. Digo más, estimados. Hay que hacer un esfuerzo titánico, descomunal, para empatizar con quienes piden que se silencie o pare en seco, no ya el carnaval, sino este carnaval. Con el debido respeto, cabe sugerir a los vecinos de la otra parte contratante, siquiera en esta edición, precedida de la experiencia colectiva más desgarradora, triste y desconcertante que hayamos vivido, que dejen la fiesta en paz. Tantos meses de silencio sepulcral, de vacío, bien merecen dejarlo estar; entre otras razones, porque tenemos el alma en pedazos, y ya no aguantamos esta pena porque tanto tiempo sin vernos ha sido como una condena. Los vecinos, quienes han caído estos días en que viven donde se celebra un carnaval que no molestó ni a la dictadura, proponen eliminar la música, los conciertos, quioscos y barras, y, sin alardes imaginativos, sugieren que la alternativa es llevarse el ruido a alguna zona no residencial, planteando, además, que se eviten las aglomeraciones en la calle; en definitiva, lo que vienen a plantear es que los carnavales se sustituyan por la procesión del silencio de San Luis Potosí, en la que nadie habla porque el sentimiento de luto y misticismo lo desaconseja. Resulta tentador e inevitable preguntarse qué dirían en Valencia si alguien plantea llevarse las fallas, los petardos, la fiesta y la mismísima vida a un polígono industrial. Tienen los carnavales, entre otras citas ineludibles, la noticia de que a pocos días de echarnos a la calle un grupo de vecinos no quiera entender que tenemos el alma en pedazos, ya no aguantamos esta pena, y que tanto tiempo sin vernos ha sido como una condena.

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