tribuna

La tradición y el plagio

Lo identitario no puede ser una carrera para perseguir la utopía. Debe existir una meta a partir de la cual todo recorrido se hace innecesario, pero entonces es algo que pierde su dinamismo, se convierte en estático, se anquilosa y acaba destruyendo a la sociedad que basa su razón de ser en fijar las bases definitivas para su reconocimiento. En esta contradicción vivimos, empeñados en establecer conceptos inamovibles que nos sirvan para siempre mientras el mundo y la evolución nos exigen una adaptación permanente a los cambios que se presentan.

Al tratarse de una cuestión cultural tendrá que someterse al régimen de las cosas variables y, por tanto, se transforma en un testigo de la inconsistencia de lo mudable. Eugenio D’Ors establece su principio genérico en su frase “Todo lo que no es tradición es plagio”, refiriéndose a los largos periodos regidos por los cánones de cierto clasicismo, a los que hay que entender como eones culturales. La tradición, en este aspecto, no es la copia de un modelo sino el mantenimiento de un espíritu. Por eso Picasso está inmerso en el mismo compromiso que Velázquez o Rembrandt, aunque nos resulte hartamente difícil reconocerlo.

En esto debería basarse la forma de entender las identidades, pero preferimos recurrir a la búsqueda de símbolos fáciles para que sean admitidos por las grandes masas que las minorías deben conducir hacia el futuro. Lo malo es cuando esas minorías se contaminan con el mismo concepto y provocan un estancamiento en el desarrollo de lo que, por naturaleza, debe ser cambiante. El arte es un buen ejemplo para identificar a estas cuestiones, y no nos resulta complicado hallar los nexos entre las representaciones propiciatorias de Altamira, o las esquemáticas de los yacimientos mediterráneos, y la convivencia de los pintores barrocos con los cubistas del siglo XX, empeñados ambos en encontrar un lenguaje de identificación con la realidad, desde distintos puntos de vista, pero siempre observando la misma obligación, como asegura D’Ors.

La democracia es otro eón en el tiempo, y hasta en la práctica del absolutismo más cerril se descubren pautas que recuerdan sus elementos originales, desde que se inventara en Atenas, e incluso desde antes, en organizaciones sociales empeñadas en disponer del sistema menos dañino para entenderse. Lo identitario es algo más que un himno, o una piedra convertida en código, o un hecho histórico que tiene que ser conmemorado incesantemente, porque su significado terminara agotándose, pasando a ser un tótem al que hay que seguir ciegamente. Cuánta más gente se incorpore a este concepto de tradición el mundo andará más seguro de sí mismo, porque la sociedad, lo colectivo, habrá descubierto la técnica individual de reconocerse, como decía el aforismo escrito en el templo de Apolo, en Delfos. A veces era Dios esa herramienta identitaria, pero según Nietzsche ha muerto. Marguerite Yourcenar dice que en los tiempos de Adriano también estábamos sin Él. Para algunos fue una época espléndida y para otros una vía abierta hacia el caos.

El tiempo y la ciencia histórica al fin nos hacen ver las cosas de manera diferente. La tendencia es fijar las bases de un comportamiento constante, pero también sirve para constatar que lo que considerábamos imprescindible para identificarnos como pueblo, como raza y como cultura, se vino al suelo y acabó por no significar nada de lo que antes operó como aglutinante social. Lo identitario ha pasado a formar parte del equipamiento ideológico de un sector, un gran bloque que se resiste a la universalización de las ideas a menos que se trate de las suyas.

Vivimos en un mundo complicado y sin credibilidad. Lo que unas minorías afirman es negado por otras que están en sus antípodas, y esto ocurre porque, a pesar de que sea verdad, se vende desde el monopolio sectario de su utilización ideológica. Hay falta de fe porque preferimos creer en estandartes provisionales y efímeros, cuestiones de rentabilidad inmediata que confunden el beneficio rápido, del tipo que sea, con la marcha recta hacia un destino seguro. En esas estamos, fabricándonos identidades y olvidándonos del aforismo de D’Ors que luce en el Casón del buen Retiro: “Todo lo que no es tradición es plagio”. Esto no quiere decir que dentro de la tradición existan muchos plagios absolutamente condenables.

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