Hay tipos y tipos. Al igual que hay churras y merinas, tocino y velocidad. Cada cosa en su sitio y Dios, ubicuo, en todas partes. Aunque Dios, ya que sale a colación, está cada vez menos presente en esta sociedad hedonista, prosaica, violenta, pedestre y embustera. Encantamientos que lubrican el estomacal ombligo, encantado de conocerse y reidor de fes ajenas. El caso es que en Tenerife Espacio de las Artes, o sea, TEA, se expone una pequeña muestra de carteles realizados en los años ochenta en impresión tipográfica para la sala Conca. Palabras ordenadas, sin necesidad de eufemismos y charlatanerías, entintan el papel. Sobran el celofán, las grecas y la verborrea, fuegos de artificio que ocultan la sustancia. “Menos es más”, sentenció para la historia el arquitecto Mies van der Rohe. Por eso, en general, soy más de fuentes o tipos de palo seco, las que no utilizan remates ni serif, es decir, letras que no tienen terminaciones. Lo vemos en la Futura, la tipografía que reinó en la Bauhaus y una de las más célebres del siglo XX. Se sustenta en formas simples (círculo, cuadrado y triángulo) y gracias a su simpleza y claridad es de fácil legibilidad. Inspiró a otras fuentes tipográficas, como la Helvética o la Arial. Admito que soy de esta última. Escribo con ella en cuerpo doce. Hace tiempo me conquistó y soy fiel a sus curvas y rectas. No obstante, algún devaneo he tenido. Fue con la Tahoma. Me sedujo en ciertos textos. Me la presentó Carmen Perera, que es la que más sabe de marketing por estos lares. Pero el sortilegio no duró mucho. Después de las canas al aire regresé al redil de la Arial. Con posterioridad, en 2007, empujó fuerte la Calibri. Creada por Microsoft luce un aire más pop. En alguna ocasión, confieso, he caído en sus redes. Frágil que es uno. Menos mal que el campamento base de la Arial, refugio seguro, siempre está.
Hay letras que sí utilizan los remates o serif, como las tipografías Courier, Garamond o Time, pero no van conmigo, especialmente la Time New Roman, un clásico que creó el tipógrafo, diseñador e historiador Stanley Morison para el periódico The Times en 1932. Pero no, insisto. Si de escribir se trata el palo seco se impone, sin titubeos, al adorno.
Nunca olvidaré la visita que realicé junto a mi padre, Rafael, al taller de impresión tipográfica de los diseñadores gráficos Matthias Beck y Lars Petter Amundsen. Los dos han recuperado la técnica tradicional con tipos móviles (letras de plomo y madera) para creaciones contemporáneas. Estos dos tipos en su tinta (así se presentan) utilizan maquinaria fabricada en el siglo XIX y principios del XX en Estados Unidos, Alemania y otros lugares de Europa. La exposición Reversus que organizaron hace unos meses en el Museo de Bellas Artes de la Capital tinerfeña fue una delicia. Respirar las obras editoriales que el grupo Nuestro Arte produjo en los años sesenta gracias a la visión del que entonces era director del Museo, Miguel Tarquis, y su secretario, Antonio Vizcaya Cárpenter, supuso acercarme de nuevo al aroma familiar de las artes gráficas y recobrar para la memoria aquel encuentro entre cajas altas y bajas, tipos y planchas de impresión de la mano de un alzhéimer implacable (y entrañable).
Cuando las campanas tocan a tinta la realidad próxima se detiene. Por eso, bastó que la diseñadora Cristina Saavedra me comunicase la muestra de TEA para acercarme al edificio de Herzog & de Meuron. En su cafetería almorcé ligero y luego, despacioso, caminé atento entre salas. Terminé en la Biblioteca frente al ordenador portátil y bajo la luminaria de gotas de agua. Trabajé bien sin calores gracias al aire acondicionado. Cundieron las horas entre silencios simultáneos. En agosto también hay gente que estudia.
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