tribuna

Un mal comienzo de (dis)curso político

En este día en el que dicen que ya ha comenzado el curso político, repaso lo ocurrido en las últimas seis semanas y pienso, la verdad, que este verano ha sido malo. No porque la gente no haya pretendido disfrutarlo en grande, que cada cual hemos hecho, o hacen quienes sigan veraneando aún, lo que hemos podido. Pero llevamos un mes desgastándonos en incendios terribles que podrían, muchos de ellos, haberse previsto o atenuado. Y también un mes quemándonos en absurdos fuegos políticos que siguen evidenciando que esta actitud de falta de consensos, de ausencia de cooperación y pacto en los temas más cruciales, es el principal de nuestros problemas. Porque de esto se deriva la mayor parte de nuestros males.

Lo digo en una semana en la que el famoso decretazo sobre ahorro energético presumiblemente se aprobará, este jueves, en el Congreso, pero muy probablemente sin los votos de una oposición a la que, como me ocurre a mí mismo, no le gusta un decreto quizá inevitable, pero que podría haberse mejorado con el concurso de todos, ni le ha gustado -a mí, confieso que tampoco- el ordeno y mando, el trágala, con el que se ha presentado. Eso, que yo vengo considerando política testicular, que Machado llamó las dos Españas y con lo que el canciller Bismarck ironizó diciendo que los españoles somos los más fuertes del mundo, porque llevamos siglos queriendo destruirnos sin haberlo conseguido, ese esto se hace por mis santos… o no se hace porque no me sale de…, eso, repito, quizá no nos mate, pero nos impide progresar.

Y este verano, insisto, ha sido pródigo en derroche de testosterona política, sin que yo quiera achacarle la totalidad de tal desparrame al Gobierno, aunque sí la principal parte. Las continuas alusiones al no me fío del otro, al y tú más que nos llevan continuamente al peor decíamos ayer, vuelta a lo de siempre, a esa dialéctica garbancera exenta de autocríticas y de ideas innovadoras, forman también parte de la acción del resto de la clase política, aliada o rival del partido gobernante y de su coaligado.

Así, quizá con un acuerdo nacional, que incluyese a autonomías y municipios y una mínima acción previsora, nos hubiésemos ahorrado más de un incendio; y ya sé que es el calor el principal causante de las desgracias, junto con la acción criminal de algún imbécil, lo que hace arder montes y casas. Pero se hubiese hecho preciso un gran pacto nacional territorial, allá por febrero, para, con una inversión que no hubiese llegado ni al uno por mil del volumen de las pérdidas de doscientas cincuenta mil hectáreas calcinadas, atajar lo que viene ocurriendo cada verano, siendo este el peor en medio siglo.

En otro orden de cosas, pero siempre en el mismo marco, estoy seguro de que seguramente con menos zancadillas, renunciando a filtraciones interesadas y a una actitud de innegable prepotencia, y con menos testarudez, se hubiese alcanzado ya ese acuerdo sobre renovación de instituciones sobre el que ya nos va apremiando Europa. Pero no: hay que quedar vencedor cada día sobre el enemigo, que es aquel que no piensa como nosotros o que, simplemente, aspira a alcanzar el poder del que nosotros gozamos. Así, ¿cómo esperan que los ciudadanos incrementen su ya mínima confianza en sus representantes, eso que hemos dado en llamar clase política? ¿Cómo esperar, de esta guisa, una colaboración ciudadana efectiva en yo qué sé, por ejemplo la prevención de incendios, el ahorro de consumo de energía o de agua, que esa va a ser otra? ¿Cómo evitar que, a la hora de apretarse el cinturón por la inflación, no se contemplen los derroches públicos como un agravio?

La política, como la economía y tantas otras cosas, es un estado de espíritu. Una ciudadanía que confía en sus representantes sabe que debe colaborar en el bien común. Cuando, como es el caso, ocurre lo contrario, cuando la inseguridad jurídica es casi lo cotidiano, cuando la amenaza sustituye al razonamiento y al debate constructivo, cuando la falta de transparencia es la tónica, no puede extrañar que las leyes impuestas se cumplan mal, a medias y tarde. Dejemos de limitarnos a acusar al Gobierno de soberbio -que lo es- y a la oposición de no arrimar el hombro -que lo hace, pero pro domo sua- y entendamos que este verano abrasador ha de ser el último en el que iniciemos el curso con un tan mal discurso que nos llena mucho más de aprensiones que de ímpetu para afrontar lo que nos viene.

Y lo peor es que vamos a necesitar ese ímpetu, porque lo que nos viene, si Dios no lo remedia, es mucho.

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