Fue en los últimos meses de 2019 cuando manifestaciones y disturbios se propagaron por todas las regiones, poniendo otra vez a Chile contra la pared, sumergiendo al país en un estallido social que terminó chocando frontalmente con la pandemia, primero, y el confinamiento, después. Cuando los altercados y la emergencia sanitaria se encontraron en la calle, los chilenos, tristemente acostumbrados a cruzarse con situaciones indigestas, llegaron a temerse que esta vez no remontarían. Chile se va a acabar, decían, desbordados como se sintieron cuando los estallidos social y sanitario los puso boca abajo o arriba. Se va a acabar Chile, suspiraban cuando en marzo de 2020 se vieron en un callejón sin salida. Chile se va a acabar. ¿En qué momento se jodió el Perú?, se preguntó Mario Vargas Llosa en boca de Santiago Zavala, en Conversación en la catedral. No suele ocurrir, pero a veces la acumulación de dificultades extraordinarias, aunque no necesariamente inéditas, hacen que el pesimismo ocupe hasta el último rincón de la casa. Cuando el volcán provocó que cámaras, periodistas y políticos corrieran a La Palma, pocos dimensionaron la que se les venía encima. El espectáculo pirotécnico aplazó la gravedad de una catástrofe que ahora, un año después, comenzamos a medir con algo más de precisión, y madurez. Cuando la lava, los gases, el aislamiento, la frustración, las propiedades o negocios, el modelo de vida, el paisaje emocional del pasado reciente o no, el presente y, sobre todo, el futuro, fueron devorados por el volcán, muchos sintieron algo parecido a lo que sufrieron los chilenos. Se va a acabar La Palma. ¿En qué momento se jodió La Palma? Un año después la realidad ha impuesto su ley, y sus ritmos, y la decepción de aquellos a los que no se les dijo desde el primer momento, al menos no abiertamente, que la vida que conocían y tenían se acabó, se jodió, y que, con ese punto de partida, el único objetivo posible era, y es, hacerles más fácil el después del volcán. Cabe exigir a quienes redactan o leen los discursos que eviten el triunfalismo cuando hagan balance, entre otras razones porque una descripción adulterada de la realidad los sitúa en una irrealidad que siembra desafección y escepticismo. Una catarata de recursos que cuesta aterrizar en el planeta de los resultados invita a declaraciones más humildes y adultas. Los palmeros deben ser exigentes con las respuestas que se les han prometido, y ambiciosos, porque malo será que se conformen con cicatrizar renunciando a las oportunidades que la lava también ha dejado en herencia. Además de pagar o cobrar las facturas del volcán está la necesidad de repensar La Palma, de darle una vuelta para apuntalar lo que merezca la pena e ir a por un modelo económico que se parezca más a este siglo.