Cuando ustedes lean esto, la reina Isabel de Inglaterra estará dándole el brazo a Felipe de Edimburgo por encima de las nubes. Pero los pájaros de mal agüero de la BBC vestían de luto antes de que la Casa Real británica comunicara el óbito de la monarca. A mí siempre me ha caído bien la fallecida reina de Inglaterra, porque era una verdadera reina, no como otras brotadas del pueblo y de ideología republicana. Isabel II ha sido siempre una señora, ha sabido estar y no dio jamás espectáculos por un quítame allá unas fotos con sus nietas a la puerta de una catedral. Y mira que ha sufrido, desde aquel annus horribilis, cuando se mató lady Di, que no era santa tampoco, en un accidente de tráfico. Su hijo reinará poco, porque tiene la edad mía y uno a estas alturas no está para jugar al fútbol. Le pasó igual a su tatarabuelo Eduardo VII, hijo de la reina Victoria, a quien su madre le dio la vez cuando era tan viejo que sólo reinó ocho o nueve años, que tampoco me molesto en ir a Internet; vayan ustedes, si quieren. Eduardo VII era un cachondo, amigo de Oscar Wilde. Se cepillaba a la actriz y cantante Lily Langtry (que ni era actriz ni era cantante), en un palacete de Sloane Street que hoy es hotel de lujo -The Cadogan-, en cuyas estancias he pernoctado cuando yo ataba a mis perros con longaniza, hace más de veinte años. En ese edificio se vivía el verdadero Londres, la verdadera Inglaterra imperial. No le arriendo las ganancias al nuevo rey, Carlos, que me da que no le llegará al talón de los champorros de su señora madre. Ya veremos porque la historia -como la vida- nos da sorpresas.