el charco hondo

Cita previa

Demasiadas semanas, fueron dos meses encerrados en casa, en libertad condicional, desubicados, haciendo esfuerzos por digerir que la ficción había enterrado en el trastero cualquier retal de la realidad conocida, asomándonos a los amigos por las rendijas audiovisuales, confinados, aislados, quietos, esperando a que los gobiernos averiguaran dónde encontrar mascarillas o cómo parar los pies al virus, aplaudiendo a las siete, atentos a los homilías dominicales, acojonados. Cuando volvimos a la calle debutamos con toques de queda u otros términos sacados del baúl de los pasados imperfectos. Niveles. Restricciones. Aforos, desplazamientos limitados, derechos fundamentales en cuarentena, miedo en el cuerpo. No fueron días fáciles, al contrario. Sin embargo, muchos profesionales se mantuvieron en la trinchera contra viento, contagios, muertes, olas y mareas. Así fue durante el confinamiento y la desescalada. Siempre dieron la cara. En el súper, en los aeropuertos o comisarías, qué decir de los centros sanitarios, en las gasolineras y en tantos sitios donde padres, hermanas o hijos no dejaron de acudir a sus puestos de trabajo. Aquella pesadilla quedó atrás. Costó, pero poco a poco la libertad recuperó sus extremidades y todos, ya sin excepción, volvimos a las oficinas, al tajo. En realidad, sí hubo excepciones que injustificadamente siguen en pie, como ya denunció el Diputado del Común a principios de abril. A las puertas de desembarcar en 2023, con la normalidad restablecida de lunes a domingo y la agenda a reventar de bodas, eventos multitudinarios, sobremesas de viernes y romerías, un ejército de trabajadores públicos continúa refugiado en casa, acampados en la finísima línea que separa las indudables oportunidades que brinda el teletrabajo de la sospecha de que, en muchos casos, el teletrabajo está siendo utilizado como coartada perenne para trabajar (o estar) en casa. Trabajadores de primera y segunda. Canarias en dos velocidades. Unos en el terrero hace una eternidad y otros provocando que la cita previa, muro insalvable para una legión de vecinos, corte el paso en la mismísima puerta de las administraciones (aquí sí, sin excepción) a gente que no sabe o no tiene herramientas informáticas y que, por culpa de la cita previa, se sienten excluidos, abandonados a su mala suerte, expulsados de lo público. Empeorada por el vergonzante retroceso de la atención en ventanilla, la cita previa es un escándalo, un insulto a la inteligencia, un drama que ni un solo partido ha querido abordar. Han optado por ponerse de perfil. Hay elecciones doblando la esquina. Ningún candidato quiere afear la conducta a algunos trabajadores públicos que siguen sin atender en la oficina, no vaya a ser que los contagien de empatía y sentido del deber.

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