por qué no me callo

El 82, González y Guerra

Alfonso Guerra, que ha sido huésped de Jerónimo Saavedra y dio una conferencia en Las Palmas la semana pasada, dijo en el púlpito de la consagración del PSOE el 28-0 del 82 que a España no la iba a reconocer “ni la madre que la parió”.

La España del 82 era una fiesta hacia horizontes desconocidos, como un pollo que rompe el cascarón. La meca era Europa. Eduardo Punset, el ministro de Suárez que entreabrió esa puerta, nos contaba mucho antes de su revelación televisiva en Redes, que Europa era El Dorado español, allí estaba nuestro tesoro, la Libertad. Hasta que Felipe González no goleó en las urnas el 28 de octubre de 1982, no estuvo claro que España iba a ser Europa alguna vez. Quedaban los rescoldos de la España de César Vallejo, que fue el que dijo: “El horizonte color té/ se muere por colonizarle/ para su gran Cualquiera parte”, en Trilce, hace cien años. El horizonte desconocido y las cabriolas de las musas de aquel poeta ignoto y peruano.

En Bruselas, años más tarde, el malogrado Manuel Marín nos desbrozaba el camino andado hasta coronar la adhesión, que fue tan traumática en las Islas. Recuerdo al ilustrado Fernando Morán, el ministro de la Europa y eurodiputado, recorriendo los pasillos de Estrasburgo, donde ya podíamos entrometernos como Pedro por su casa. El salto histórico de España se dio aquel día del 82, hace este viernes 40 años.

Un año inolvidable porque fue el del Nobel de García Márquez, nuestro novelista de cabecera. Un día entró el abogado José Arozena, socialista de Suresnes, en la librería de mi tío Paco Martínez del Rosario, La Prensa, vociferando, “¡acabo de leer Cien años de soledad, una obra maestra!” Fue como un aldabonazo. Después de aquello, no podíamos permanecer sin haber leído la odisea de Macondo.

El 82 fue el año epicúreo que había que vivir para no olvidarlo jamás. Entonces, ser feliz y libre era una misma cosa. Ahora nos enteramos por Narcís Serra que la extrema derecha había preparado un golpe de Estado para la víspera de las elecciones, el día de reflexión. El España, aparta de mí este cáliz estaba a flor de piel (“si cae España —digo, es un decir—”, temía el poeta). Estaban aún sin apagar las cenizas y brasas del 23-F del 81. Todo el tiempo teníamos (como ahora con Putin y su contingente escalada de la guerra) el presentimiento de un golpe de Estado y el siguiente atentado de Eta. Felipe González era la segunda prueba de fuerza de la democracia tras el gobierno de Adolfo Suárez. Cuando tuve más contacto con Suárez, ya depuesto por las presiones militares y animado con su póstumo CDS tras el harakiri de UCD, comprendí que el poder lo había enterrado en vida. El alzhéimer no fue sino la puntilla de la desmemoria histórica. Todos fueron injustos con él, quizá todos menos Lorenzo Dorta, que cuando lo telefoneó a su casa la noche de la dimisión, escuchó una voz derrotada que le decía, “eres el primero que me llama”.

Vemos a Hu Jintao humillado por Xi Jinping, con las canas de la vergüenza que le prohibieron teñir, y entendemos que el poder no tiene sentimientos, sino resentimientos. Vemos a Meloni descorchando el gobierno ultra en presencia de Draghi y es como si en España volvieran las franquicias franquistas a la Moncloa, con la misma naturalidad que lo han hecho los herederos de Mussolini al Palacio Chigi. Y si Alemania, que se enfrenta a una recesión de caballo, se descuida, qué no decir de los egos neonazis que ya afloran. 40 años después de nuestra orgía socialista del 82, París es una revuelta callejera. Entonces nos preocupaba consolidar la libertad, contra los fantasmas de Franco. Ahora exorcizamos a la inflación, porque de nuevo corren peligro los gobiernos democráticos y, ocho meses después, la guerra no ha hecho sino empezar.

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