el charco hondo

Los otros

Las guerras no acaban cuando las olvidamos. Como Volodímir Zelenski nos recordó en la entrega de los Premios Taburiente, Ucrania sigue muriendo aunque dejemos de hablarlo. Hijos, amigas, padres, hermanos, madres o conocidos siguen evaporándose en aquel país de lunes a domingo, sin tregua. Amanece silenciando a miles de familias a las que la invasión ha robado el presente, y el futuro. Anochece con la vida que la guerra les hurtó desangrándose por las alcantarillas de intereses que no asoman en los informativos. Solemos desentendernos del dolor ajeno con facilidad cuando el sufrimiento del otro parece acampar sin fecha de caducidad en la monotonía de los meses de otros, de las horas de otros, de la muerte de otros. Desdibujado el impacto de las imágenes iniciales, volvemos a lo nuestro sin volver la vista atrás, sin apenas recordar la ola de solidaridad que cogió forma cuando esta guerra, más cercana que otras, daba sus primeros pasos. Sin embargo, la invasión de Ucrania toca a la puerta a diario para contarnos que esta guerra también es nuestra. Los ucranianos no merecen que nos acostumbremos a su dolor, que incorporemos lo suyo, lo nuestro, a las cosas que pasan, a la normalidad, a lo inevitable, al ruido en la casa del vecino. Esta guerra también es nuestra. Debe dolernos. Debe conmovernos. Y si no lo hacemos, si nos desentendemos, la guerra nos recuerda que todo lo que ocurra en cualquier parte acaba pasándonos factura a ambos lados del puente de la economía. Si algo hemos aprendido con la pandemia es que un murciélago en un puesto de un mercadillo de cualquier pueblo de cualquier país puede acabar jodiéndonos la vida. También las guerras. También Rusia. Quienes creyeron que no alcanzaríamos, aquellos que pensaron que no iba con nosotros, se equivocaron. Rusia devuelve los golpes trasladando parte de su actividad a los puertos de Marruecos. La guerra nos aburre, pero cuando Moscú y Rabat reeditan un acuerdo pesquero que permite faenar en la costa africana, aquí al lado, entonces sí, caemos en que la guerra no ha finalizado. Otra vez Marruecos moviéndose por el tablero sin ataduras, sintiéndose libre de vecindades o compromisos. Zelenski, presidente de un país a oscuras, iluminó el Guimerá para recordarnos que no podemos sacudirnos el dolor de otros, para decirnos que las guerras no acaban cuando las olvidamos sino cuando terminan. Solo miramos hacia Ucrania cuando nos duele el bolsillo, los puertos, la pesca o cualquier episodio que amenace la normalidad de convivir con una invasión interminable que transcurre en el siglo equivocado.

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