tribuna

¡Ratas! ¡Ratas! ¡Ratas!

Por Jorge García Prieto. | El 31 de octubre de 1972, Día Mundial del Ahorro, se representó en el Teatro Guimerá de Santa Cruz de Tenerife la obra de Jordi Teixidor, El Retablo del Flautista, que ya se había escenificado en la Península por el legendario grupo Tábano. La obra en cuestión estaba inspirada en la leyenda del flautista de Hamelin y, aunque concebida como farsa por su autor, el montaje de Pascual Arroyo quiso transformarla en tragicomedia. Corría el año 1972 y la dictadura aún no daba signos de debilidad. Hay que recordar que en aquellas fechas tenía lugar el llamado Proceso 1.001 contra dirigentes de Comisiones Obreras y que los últimos fusilamientos del franquismo se produjeron el 27 de septiembre de 1975.

En ese contexto, bajo la cobertura del grupo de teatro de la Caja General de Ahorros, un grupo de actores locales, jóvenes en su mayoría, empleaba varios meses de su tiempo en la preparación y puesta en escena de una obra de teatro oportuna y valiente, movidos por el entusiasmo que siempre acompaña a un nuevo proyecto, aunque, en cierta forma, ajenos también, ingenuamente, a las repercusiones que ello iba a tener, porque esa representación realizada el 31 de octubre de 1972, sobre las antiguas tablas del Teatro Guimerá, iba a constituir, sin duda alguna, el acontecimiento teatral más comprometido, valeroso y audaz que pudo llevarse a cabo en la Isla durante la dictadura, pese al silencio y el olvido posterior.

Sin pretender resultar innovadores, el montaje incorporaba recursos poco habituales hasta ese momento en nuestros escenarios, como era la recepción del público por los propios actores en el hall del teatro, la incorporación del patio de butacas al espacio escénico a manera de proscenio ampliado, la introducción de música y canción, gracias al magnífico trabajo realizado por Alberto Delgado Prieto, aunque tal vez no tan magníficamente ejecutado (todo hay que decirlo) por quienes no éramos precisamente figuras del bel canto. Cómo olvidar el Tango de Enrique, el Ballet de los Regidores o el Soul de los negocios, así como los lamentos del numeroso coro enfundado en mallas de bailarín, que, recorriendo los pasillos del patio de butacas al ritmo de los golpes de los callaos de playa que llevaban en cada mano, proferían “ratas, ratas, ratas…”, o el discurso del burgomaestre (Enrique González ) a los Pinburgueses, imitando al Generalísimo.

Qué decir del numeroso público que abarrotaba el teatro, seguramente animado por la expectación creada, interrumpiendo constantemente la representación con aplausos y ovaciones, en ocasiones ante el asombro de los propios actores.

Tampoco podemos olvidar la prolongada ovación final y la posterior irrupción en el patio de butacas de un mal recordado inspector de la Brigada Político Social, que, entre otras increpaciones, en el más genuino estilo chusquero, profería aquello de “¡¡no me jodáis con esta obra!!”. Si aquella noche no la pasamos todos en comisaría fue, probablemente, porque aquel numeroso grupo humano no cabía en los calabozos del Gobierno Civil y también por la categoría y arraigo de la entidad que daba cobertura a la representación. Lo cierto es que nunca fueron autorizadas nuevas representaciones de aquella obra que, convenientemente silenciada (no recuerdo ninguna publicación en la prensa local), fue pasto del tiempo y el olvido.

Hoy, cincuenta años después, me parece oportuno rememorar aquel evento que, seguramente, muchos de los asistentes a la representación aún recuerdan. Justo es reconocer el trabajo esforzado y el compromiso de todos aquellos que generosamente lo hicieron posible, pues nada tenían que ganar y nada ganaron. Algunos de ellos ya no están entre nosotros. Sirva esta pequeña reseña como recuerdo y homenaje a todos ellos.

Pese a que tal vez hoy no sería posible tanto derroche de generosidad, no me cabe duda de la vigencia de la obra en muchos aspectos, porque, como ya se dijo hace casi dos siglos, la historia siempre ocurre dos veces, la primera como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa.

Tal vez hoy, los lamentos del coro resonarían con la misma intensidad, aunque despertando menores pasiones, pero tampoco las fuerzas del orden irrumpirían en el teatro como entonces. Al menos, eso creo yo.

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