A finales de la década de los 70, Paco Padrón refundó Radio Club, la emisora más antigua de Canarias que había nacido medio siglo antes de la mano de un técnico alemán cuyo apellido era melodioso como un mantra: Meinke.
Como España entera, que también se refundaba bajo el ímpetu de la Transición poniéndose al día de la democracia que corría por las venas de Europa, la emisora había logrado sobrevivir a penurias y contratiempos entre las vetustas paredes de una casa de Suárez Guerra que era la España triste en una acera a quienes la contemplaran desde el exterior. Pero dentro… Ah, dentro de esa casa… Habría mucho que contar.
Era, en efecto, un contenedor anodino que mostraba como un derrotado su caída en desgracia, pero, como en La casa encantada, de Virginia Woolf, era también una casa encantada, donde en un instante podía mutar el oscuro pasillo y verse reflejadas en el vidrio de las ventanas las hojas verdes de un jardín hipotético. Sé que todo suena raro. Las casas y las calles nunca son lo que aparentan. Como entonces, en aquel país, todo eran sueños, dejemos a los sueños soñar.
De modo que, sin pérdida de tiempo, aquel viejo inmueble adquirió el glamour de una nueva emisora de radio que venía a ponerlo todo patas arriba. Y en aquellos estudios, en la hora de la penumbra, congelada en el tiempo, cobraron vida enseguida programas inolvidables, las inocentadas de Muntañola, los primeros debates, los magacines y carnavales… Vino a hacer sus veladas nocturnas Antonio José Alés, prócer de los ovnis, y fue una fiesta de avistamientos como esta semana tuvimos la de los meteoritos. O llegaba a quemar la noche José María García, que era el Eliot Ness de los alcapones del fútbol, cuya daga se echa en falta ahora en el Mundial de Catar. Se rompió el cascarón y en esa calle asomó la cabeza un modo de hacer radio que nadie se esperaba y que a nadie dejó indiferente.
Había una ola de transformación general y no se hacían cosas que merecieran la pena si no pretendían cambiar el mundo. Era un injerto en un cuerpo obsoleto, la casa rediviva. Paco se sacó de la chistera una radio nueva, pero no prescindió de las cuatro tablas que permanecían a flote y de los supervivientes del naufragio. Hizo un exquisito frankenstein, y los gloriosos locutores y técnicos que habían logrado llegar a la orilla se subieron al nuevo barco y navegaron con nosotros, que éramos unos grumetes osados dispuestos a hacer el ave fénix y renacer de las cenizas. Vivirla para contarla, decía García Márquez.
En el viaje que describo se iban a interponer grandes obstáculos, pero aquella travesía nos marcó a todos para el resto de nuestras vidas. Fue una cantera prodigiosa. Salían voces estupendas y genios de la comunicación como de una máquina expendedora. Genoveva del Castillo era una de mis grandes musas, me había recitado en antena un poema infantil que envié como oyente. Después fuimos compañeros de trabajo en la misma emisora. Era una diosa. Como lo sería Teresa Alfonso, a la que Julio Hernández (el historiador americanista) bautizó en la prensa como ‘La Voz’, con la que daba paso al mítico flash informativo. En el Canarias Gráfica de Domingo de Laguna salió un monográfico de Radio Club con nuestra mítica unidad móvil en la portada.
Aquella casa triste se disfrazó del nuevo Radio Club, un formidable laboratorio entre las últimas tinieblas de una época. Suárez Guerra tenía buenas vibraciones. En la esquina estaba el vespertino La Tarde y enfrente, un hervidero humano de batidos naturales, el Viva María, quedó grabado en nuestra memoria sentimental. A pocos metros, en el Callejón del Combate, estaba la sede del CD Tenerife y pronto iba a despegar el nuevo proyecto que solo tenía en la cabeza Javier Pérez, el ginecólogo que me contó su sueño en la barra de la zumería cuando era vocal de la directiva de Pepe López, delante de un jugo de papaya y naranja en los proteicos años 80.
Suárez Guerra conducía a la librería de mi tío Paco Martínez del Rosario, La Prensa, era mi calle favorita, la que me llevaba todos los días con él a su trabajo rodeado de libros y a La Tarde, el periódico en el que los dos escribíamos y que acaba de llevar a un libro José Luis Zurita.
Radio Club fue un fenómeno de repercusiones sociales mientras ocurría la metamorfosis de un país. Valió la pena vivir aquello justo en aquel momento histórico, una experiencia irrepetible. Era una idea desmesurada de hacer radio que solo hoy somos capaces de comprender con las nuevas tecnologías, porque entonces, sin las proezas de Internet y Elon Musk, todo lo que se salía del guion resultaba simplemente impensable. El secreto de aquella Radio Club que se hizo célebre en Madrid es que veteranos y novísimos nos implicamos en la audacia de la Guerra de los Mundos, como si Orson Welles nos hubiera poseído. Todos los días teníamos que sacar a Santa Cruz de sus casillas y lo conseguíamos. La radio se hizo tema de conversación en la calle. Los coches tocaban la pita porque se los pedía alguien desde un micrófono a través de las ondas. Alguien que todavía no había visto El show de Truman, porque la película aún no se había hecho ni nosotros sabíamos que hacíamos un ensayo de realidad simulada. Nadie sabía lo que era un reality, porque tampoco existía Telecinco. La gente buscaba objetos escondidos en lugares recónditos de la ciudad porque la radio de Paco los hacía jugar al simini-sierre o al supercenicero con Juan Manuel Medina, de Luz Hogar, los tenia en jaque para que nadie se aburriera.
Teníamos al mejor equipo humano, de comunicadores, realizadores, administrativos, secretarias y recepcionistas. Los mejores al azar. Éramos una familia desacostumbrada. Todo empezó como un cuento en onda media en un Santa Cruz con tres cuartos del siglo XX. Con Paco llegaron la FM, los disc-jockeys y la revolución. Este viernes, en El Patio de Pedro, en La Laguna, se reunió un centenar de históricos del Radio Club legendario que vino como la democracia a espuertas. Hablaron Teresa Alfonso, Ignacio Baute y Alfonso García del Pino, que arropaban a Manolo Sáinz, nuestro demiurgo cuando nos faltaban repetidores. Había ausencias porque es ley de vida. Pero hubo lleno. Y los que allí nos dimos cita, en la caja sonora de Andrés Aguiar con Javier Cabrera de maestro de ceremonia, volvimos a estar juntos como entonces, cuando éramos felices y no lo sabíamos.