No ha resultado 2022 un año distinto que sus socios de la terna de esta década. Se está yendo con la misma dereiva que los otros 2020, embozado en su capa por los callejones como un año siniestro, que va dejando un reguero de presagios, amén de sus rayos y truenos de la madrugada de Navidad. Todo parece regirse por una lógica perversa si unimos los cabos.
El estado emocional nos mutó hace tres años. Y esa es la nueva manera de ser de este homo pandemicus, que parece que vino para quedarse. Nada cambiará el nuevo signo plenamente instalado, con su innegable propensión a vivir en los extremos, en el límite de las cosas, en la desmesura por sistema. Ya nada es comedido y sensato una vez consagrada la extravagancia y sordidez de esta trilogía de anualidades.
Ya las guerras no serán meras guerras pasajeras, sino continuos preludios de la guerra nuclear impensable. Se rompieron los tabúes. Habrá paz en Ucrania como exige el papa, pero saltarán chispas en cualquier otra parte y se repetirá la historia, con los mismos tics majaderos: unas guerras imitarán a otras, pero de este listón ya no hay quien las baje. De Putin para arriba, todo. De Putin para abajo, nada. Solo nos salvaría un derrocamiento del ruso. Con Trump pasó otro tanto, creó tendencia y nos libramos por el triunfo de Biden y el fracaso del asalto al Capitolio.
Así como vendrán otras pandemias, porque la concepción de las dolencias y afecciones exige en adelante mantener la dimensión de partida de toda nueva crisis de salud, que no descienda de categoría: la enfermedad del mundo, esa es la liga en que se juega. El Mundial de las vacunas. En fin.
Si Alvin Toffler viviera, haría la continuación de su Tercera ola, con las predicciones ajustadas al nuevo sinsentido común desmadrado. Todo es previsible y futurista, a su vez extraordinario y recurrente. La vacuna del cáncer cerrará un capítulo y otras plagas ocuparán su lugar. Hay mucha inercia innovadora en plena agitación de inventiva, mucho Elon Musk y compañía queriendo comerse el mundo en tiempo récord como James Dean y no se harán esperar los coches voladores tan publicitados, los transbordadores a la Luna y Marte, los aviones supersónicos, las ciudades de quita y pon en los desiertos, los robots de compañía y no sé cuantas novelerías más.
En pequeñas urbes y en grandes metrópolis se impondrá el metaverso de los youtubers afortunados y los tiktoks de medio pelo. Quevedo, un pibe de Las Palmas, sonará en Spotify y se hará un cantante de alcance planetario. Como ya ha ocurrido, se entenderá lo que digo. De eso estamos hablando. Y todos los colegas del plátano-rap querrán hacer fortuna de la noche a la mañana. Ya nadie querrá ser Serrat, que con buen olfato dice adiós.
El éxito se ha vuelto moneda corriente en las nuevas coordenadas de la cibercultura, la cibereconomía y pronto la ciberpolítica, cuando los viejos partidos se reinventen también. No todos pincharán como los bitcoins, pero ya vemos a una generación de streamers cómo se está haciendo de oro con la nueva feligresía digital de campo a través, con los públicos elevados a la máxima potencia. Todo se ha puesto en la nube.
Ya decía, nada va a volver a ser como antes. En la pospandemia todo será enfermizamente multitudiario y desmedido como la peste. Y nadie le pondrá puertas al campo. Nadie hará cálculos domésticos. Todos querrán ser Dios. Y lo malo es que algunos lo conseguirán. Y ya es tarde para evitarlo.