tribuna

Con la vista en el Pacífico

Fue en diciembre de 1959, yo tenía diecisiete años, cuando llegué por primera vez a Barcelona. Íbamos con una orquesta de rock muy moderna para la época, rumbo a Munich, entusiasmados por las historias que nos contaba Juan Miquel, que había hecho allí su doctorado en Derecho Romano, con el profesor Wolfgang Kunkel. Llegamos al puerto en el Ernesto Anastasio y allí nos estaban esperando los miembros de la Coral Maestre Nicolau, unos señores mayores, amigos de don Luis Ramos, que entonces era presidente del Orfeón la Paz. Es curioso que, al cabo de unos años, yo viviera en el Colegio Mayor Sant Jordi, en la calle Maestre Nicolau, precisamente. Nos hospedamos en una pensión cerca de la plaza Real y al día siguiente atravesamos Cataluña, hasta Port Bou, en un autobús que nos llevó a Lyon, donde hicimos noche, para hacer viaje, al día siguiente, hasta Alemania, cruzando la Selva Negra y así llegar a la capital de Baviera. Hacía un frío que pelaba, y en la noche de Lyon aproveché para ver About de soufle, con Belmondo y Jean Seberg. Todo muy moderno: ella con su pelo a lo garçon y él con un borsalino. Alemania estaba llena de soldados americanos, que se habían quedado allí después de la guerra para que no la volvieran a armar, casi los mismos que venían a Barcelona cuando arribaba la Sexta Flota y la emprendían a botellazos en el Panams de Colón, al principio de las ramblas. Barcelona era una gran ciudad que no tuve tiempo de apreciar en aquel momento, pero la sensación de estar en otro lugar aumentaba a medida que nos adentrábamos en el Ampurdán, sobre todo en la provincia de Gerona, con un paisaje urbano que no se perdería hasta bien entrados en la región francesa del Languedoc, con sitios como Nimes, Montpelier, Besançon, hasta llegar a Montelimar, la capital de los chocolates del Nougat. Eran ciudades que me parecían modernas, con francesitas vistiendo faldas de colores, mostrando sus piernas espléndidas con zapatos bajos, como nuestras manoletinas. No sé si eran más feas o más guapas que las españolas: eran diferentes, y eso añadía un punto de curiosidad a la observación. En Cataluña las chicas eran bastante parecidas, aunque las camareras del Colegio, casi todas andaluzas, eran mucho más bellas, con sus cabellos negros y sus ojos rasgados, más del sur, que era de donde yo venía. En fin, que salvando las diferencias Barcelona podría ser la capital de todo aquello. Entonces entendí su influencia cultural sobre una región mayor de la que estaba al sur de los Pirineos, y que un sentimiento diferenciador la hacía sentirse más próxima a lo que quedaba al otro lado de la frontera. Luego, cuando viví allí, aprendí a cantar el “Rossignol que vas a França” y comprendí por qué el mensaje de todos los anhelos iba dirigido hacia esa parte de Europa. Descubrí la ciudad del milagro urbanístico del ensemble, la gran obra de Ildefons Cerdá, y esa posición polaca de Vázquez Montalbán que la hace estar en un extremo, a caballo entre dos mundos, sin poder pertenecer equilibradamente a ninguno de los dos. Hoy leo en La Vanguardia la idea de Miquel Puig, el que fuera elegido como cabeza económica para el Ayuntamiento por Ernest Maragall, de hacer una pista sobre el mar para la ampliación del aeropuerto del Prat. “Una ciudad de primer rango tiene que estar conectada con el Pacífico”, dice, y yo me imagino que ahora el centro del mundo se está desplazando hacia ese lugar, y que los catalanes dejarán de ser polacos o franceses, para convertirse en chinos, que es lo que ahora se lleva. Entonces pienso que estas cosas hay que aceptarlas con naturalidad; que lo chino ha dejado de ser el wantán frito y el arroz tres delicias, que ese protagonismo se lo hemos dejado a los ceviches peruanos, porque ahora lo más importante es consumir los componentes imprescindibles para el universo digital que nos invade. Marco Polo ya no vendrá cargado con sedas, te y especias. Ahora lo hará con los dispositivos que alimenten nuestros circuitos electrónicos. Por eso Barcelona empieza a mirar hacia allí. De lo que no estoy muy seguro es de que esto haga enfriar ese sentimiento patriótico y local que la tiene distraída mirándose el ombligo desde hace años.

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