tribuna

El paraíso

Durante decenios, siglos, por qué no decir milenios, se nos ha designado como un paraíso y extrañamente no hemos hecho ni caso. El Jardín de las Hespérides es una hermosa titulación que nos otorga la mitología en vano, ante nuestra indiferencia. Hemos ido vaciando de contenido cada una de las alusiones que nos brindan los clásicos. Ni Campos Elíseos, ni Islas de los Bienaventurados, ni Atlántida que se precie. Nos merecemos ser el caravasar del mundo por inspiración divina. Otros se dejarían la piel por aparecer en los créditos de las obras memorables donde los canarios somos protagonistas desde tiempo inmemorial. No somos conscientes del plus de celebrities que disfrutamos desde siempre en los textos publicitarios de la mitología grecolatina, que es el no va más del género. Aquellas generosas citas nos colocaron en el mapa más allá de las Columnas de Hércules. Cuántos sitios no han pasado por caja para obtener una mención en guiones de poca monta. Nuestros garantes son nada menos que los padres de la historia y la filosofía, los popes de las letras, los sabios de la antigüedad.

Se nos tilda de Islas Afortunadas, nos decimos con desagrado o pudor. Una copiosa bibliografía de atributos con la firma de Homero, Platón, Hesíodo o Plutarco nos señala con el dedo y nos disgusta el elogio del paraíso, la mitificación de las Islas. Solo consentimos convivir con el ensueño de San Borondón, como una mascota, el mito menor.

Pero la fama nos persigue como el minotauro en el dédalo. En medio de la guerra, la cuestión cobra una extraordinaria actualidad. En pocas palabras diríamos, seamos felices sin rubor, aun siendo pobres. Es el gran tema del mundo en este momento. A Finlandia acaba de serle restituida la corona de país más feliz del planeta. Sostiene Marcos Martínez que los lugares quiméricamente felices han sido siempre islas montañosas situadas en los extremos de la Tierra, los finis terrae. La triple dimensión de Canarias, que hasta el siglo XV del descubrimiento de América era el fin del mundo conocido en este margen del globo. El locus amoenus, un lugar consensuadamente ideal.

Con el hallazgo del Involcan, junto a investigadores de Granada y Rusia, de un corazón caliente del Teide, cuyo magma late a escasos kilómetros de profundidad, toda una mitología de 2.500 años sobre el carismático volcán y el archipiélago nos está tocando a la puerta. Y es hora quizá de hacer las paces con nuestros muertos y mentores, que eran más sensibles con esta conciencia de lo fabuloso colectivo de Canarias, “las mejores islas del mundo”, como proclamaba sin medias tintas César Manrique.

Sertorio decía que había venido a conocer estas ínsulas (fue de los primeros en hacerlo hace 2.000 años) porque buscaba un lugar de retiro donde vivir en paz lejos de las guerras civiles de su época. Millones de turistas secundan ahora sus pasos y nos visitan desintoxicándose de una Europa bélica, pospandémica y neurasténica.

¿Por qué hemos rechazado la vitola de paraíso y el afán de ser un lugar feliz, como si nos diera vergüenza?

2.000 kilómetros del centralismo explican esa reserva histórica. Ningún paraíso se siente con argumentos para reivindicar que se le compense por la distancia y la insularidad, el hecho diferencial. La rúbrica de región ultraperiférica es un lamento que abunda en esa tesis.

Durante el último medio siglo, el Archipiélago ha rebatido ceñudamente el cliché de ser un territorio mágico. Era cosa de poetas laguneros románticos. En su lugar, prevalecía una región polémica, como decía Carballo Cotanda. Hemos combatido los opuestos al edén, el sambenito de colonia, de vagón de cola de la exclusión. Pero involuntariamente, pecamos de ser una tierra hostil para con nosotros mismos, nuestros mejores detractores (el célebre complejo de inferioridad) y, sin embargo, hemos sido, a su vez, hospitalarios con los huéspedes. La élite intelectual y política desmintió el paraíso por su lastre de servidumbre. Solo tuvo encaje el beneficio económico a cambio de consentir una bucólica imagen turística de eterna primavera y seguro de sol. La obsecuente morada sin tradición políglota se sabía condenada a desempeñar los oficios peor remunerados. El canario no tiene conciencia de vergel, pero afirma en privado que vive en el mejor lugar del mundo. Los más viajeros lo acreditan con conocimiento de causa y siempre que pueden vuelven al nido antes de morir.

Nadie parece advertir que la asignatura pendiente es reconciliarse con nuestra impagable mitificación. Somos una potencia turística mundial, que para nosotros es lo que los pozos petrolíferos para los árabes. Pero nos falta conciencia de biodiversidad, aquello de nosotros que sedujo a Humboldt y atrajo a Darwin, a bordo del Beagle con 22 años en 1832, a ver el Teide sin éxito por una epidemia de cólera. “¡Qué pena! ¡Qué pena!”, escribió en su diario el naturalista británico, que alardeaba de “las glorias de Tenerife”. Todo ello nos debe hacer recapacitar.

Dimos una relativa importancia a Colón. Descreímos de la tricontinentalidad y permanecimos ajenos al honor histórico de habitar en el Atlántico, el gran mar exterior (nuestra atlanticidad, hipnótica, que vi acuñar a Juan Manuel García Ramos en CajaCanarias en presencia de Antonio Rumeu de Armas). La inveterada modestia del canario tiene la culpa. La misma con la que nos reprimimos a la hora de reivindicar al guanche entre incas y mayas. O de rememorar como Umberto Eco nuestro Meridiano Cero en la isla del día de antes.

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