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Inventar la historia

Hace muchos años, unos meses antes de aprobarse la Constitución, tuve ocasión de asistir a un congreso académico en la Universidad de Valencia. Y allí, más allá de las ponencias y las comunicaciones, aprendí -se me reveló- un componente fundamental del nacionalismo. Se debatía la descentralización política del Estado, que se estaba configurando en los trabajos constituyentes, y, en particular, la autonomía valenciana, sobre la que no parecía existir ninguna duda. Sin embargo, ya desde las primeras discusiones, experimenté la enorme sorpresa de comprobar que los profesores y congresistas valencianos se enfrentaban virulentamente entre sí no por problemas científicos o técnicos, sino por una cuestión previa y básica: la propia denominación de la futura Comunidad Autónoma.
Uno de los bandos proponía el nombre de Reino de Valencia, que responde fehacientemente a la historia de la región, porque si Valencia ha sido algo individualizado en su pasado histórico lo ha sido como reino con personalidad independiente y propia dentro de la Corona de Aragón, una Corona que, a diferencia de Castilla, estaba descentralizada en unidades políticas, que la constituían. El título, además, es uno de los títulos tradicionales asociados a la Corona española. A mí la propuesta me resultaba suficientemente motivada e irrefutable.
Pues bien, el otro bando, por el contrario, la consideraba inaceptable y proponía como alternativa el nombre de País Valenciano, una denominación novedosa -inventada- y exótica cuyo fundamento no entendí en un primer momento. No lo entendí hasta que caí en la cuenta de que se trataba de un bando de nacionalistas catalanes, que defendía la unión de Valencia y Baleares con Cataluña en los que llamaban los Países Catalanes. Es una idea que ha perdido una cierta fuerza por la oposición mayoritaria de valencianos y baleares a la absorción catalana, pero que entonces gozaba de un enorme predicamento en los círculos catalanistas, y todavía está muy vigente en el independentismo radical. Al final, en un intento de superar el conflicto mediante el consenso, el nombre adoptado ha sido el de Comunidad Valenciana, una denominación roma y vacía de contenido, que traiciona -y oculta- el pasado valenciano.
Los nacionalistas plantean ahora la independencia de Cataluña en solitario porque las circunstancias no le permiten plantear otra cosa. Incluso parece que aceptarían como primer paso un referéndum vinculante, que ahora mismo no están en condiciones de ganar. Pero una Cataluña independiente defendería siempre como reivindicación incesante la anexión de Valencia y Baleares, sin olvidar el Rosellón y la Cerdaña franceses, que España perdió en la Paz de los Pirineos, en 1659, y los municipios aragoneses fronterizos de influencia cultural catalana, que los catalanistas llaman las Marcas o Franja de Poniente.
La siguiente evidencia que aprendí -que se me reveló- en Valencia hace muchos años es que, en contra de lo que cabría esperar, todo nacionalismo tergiversa la historia e inventa el pasado, que reescribe constantemente al compás de sus intereses. Y eso explica su enorme éxito en España, un país y una sociedad que se caracterizan por no respetar su historia y desconocer su pasado. Y por eso estamos condenados a repetirlos incesantemente.

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