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Un mago en Costa Salada

Antañazo solía celebrar mis cumpleaños en el hotel Costa Salada. Eran multitudinarios y a ellos asistían amigos, amigos políticos, fraternales enemigos y una variada fauna interesada. Por aquel entonces ejercía como político, del Partido Popular según creo, un buen tipo, cuya identidad no voy a revelar, por lo hilarante de la anécdota, pero cuyo nombre y primer apellido comenzaban por las letras B y C. Un bromista colega, P.P., lo invitó a la fiesta en mi nombre y le advirtió que había que acudir vestido de mago. Y el político, crédulo y en tiempo de romerías -yo cumplo en agosto-, se enfundó su traje típico, con chaleco primorosamente bordado y todo, o sea un mago de lujo, y de esa guisa llegó al hotel Costa Salada. Aparcó y se dirigió al centro de la fiesta, donde nadie, por supuesto, iba en traje típico, sino que todo el mundo lucía la más primorosa moda ibicenca, dado el rigor de la estación. Entonces yo ataba los perros con longaniza. La orquesta, buenísima, me la conseguía el promotor y amigo Valentín Álvarez, que cierta vez me sacó de un apurillo. Y el hotel, previo pago de su importe, y la comida, estaban a cargo del bueno de Suso Zárate, que organizaba unos ágapes primorosos. El cabroncete de P.P. le metió un gol por la escuadra a B.C., que se quedó colorado como un tomate cuando las miradas de los presentes se posaron en su indumentaria rural, preguntándole si venía de alguna carreta romera, que era, por otra parte, una inquisitoria obvia, dada la vestimenta. No sé si se mandó a mudar, si se cambió de ropa o si se quedó, no me acuerdo, pero sí sé que se cagó treinta veces, o más, en la madre que parió a quien lo invitó. Luego todos siguieron bailando.

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