opinión

Campaña electoral

Entramos de nuevo en campaña electoral. Se prevé una agitación añadida a la que ya existe, pero me parece que eso es insuperable. Solamente veremos con mayor intensidad esas cosas que no sirven para nada: espacios legales en los medios de comunicación, cuñas de radio machacando nuestros oídos con la musiquita de siempre, abundante cartelería, altavoces hiriendo nuestros tímpanos, buzones llenos, calles inundadas de octavillas y mítines en plazas desiertas. Más o menos como siempre. En los partidos saben que no sirve para nada, pero si todos lo hacen, hay que hacerlo, porque no estar es peor. Es un tiempo de zafra para las empresas de publicidad y para esa tropa de autónomos que cobra por colaborar en la causa. Incluso al voluntariado hay que pagarlo, porque ya nadie pierde su tiempo para que luego otros se forren. Esta campaña es como un río largo que llega sin fuerza al estuario. Por el camino se ha dejado atrás rápidos turbulentos, desbordamientos y todo tipo de catástrofes, para que ahora, al final, venga algo que sea capaz de sorprender. Como no pongan una bomba poca novedad va a haber.

En esta campaña, los que pretenden repetir, dicen que van a hacer todo lo que no hicieron cuando lo tenían que hacer, y los otros, los que quieren acceder al poder, se adelantan a hacer promesas para que sus antagonistas se las copien. Hay un guirigay de mesas de debates y de foros donde todos presentan sus opciones diversas. Muchos de ellos no obtendrán representación, pero ese será su tiempo de darse a conocer. Flor de un día: unas jornadas de agitación para volver a la charla de café durante otros cuatro años. Los jefes de campaña se encargan de repartir el dinero y los alcaldes de las pequeñas poblaciones protestan porque no les ha llegado el suficiente y les dicen que se las arreglen con sus propios medios.

Todo se reduce a la lucha entre dos grandes grupos y depende del tirón de las siglas y de sus líderes. Sus fotos estarán hasta en la sopa, confundidas con los fideos, y los símbolos, la gaviota, el puño y la rosa, la hoz y el martillo y algún otro, cada vez serán menos importantes. La frase de moda es “saldremos a ganar”. Este lugar común es compartido hasta por las minorías más minoritarias, porque, de momento, no he conocido a nadie que declare que sale a perder. Hay quien añade a la frase el “como siempre”, que le otorga cierto carácter de habitualidad en la victoria. Me recuerda a una samba de Vinicius de Moraes que dice “A copa do mundo é nossa”. Pase lo que pase, Brasil terminará llevándosela, con el permiso de Alemania. Últimamente hay sorpresas en esos asuntos, pero casi siempre ocurrió así. La campaña hace tiempo que comenzó: a partir del día en que los alcaldes empezaron a desarrollar aquello que mi querido Oswaldo Brito denominaba urbanismo de loseta, y que tan bien interpretaba Zapatero con su plan E, haciendo desfilar por las calles a los parados con una carretilla y un ladrillo. Es el tiempo también para las Asociaciones de Vecinos, que hacen de brazo armado de los partidos, como si el vecindario que se apunta a la agrupación folclórica fuera a votar por lo que le dicen sus directivos.

Pese a todas estas cosas, las campañas electorales, y la convocatoria a las urnas, son la fiesta de la democracia. Cada uno va a ella haciendo sonar el tambor que prefiera, con mayor o menor ruido, pero a todos les mueve el ser elegidos porque traen la solución más conveniente para el mundo en el que viven. Esto tiene de bueno. Al día siguiente, cuando todo termine, se harán las reflexiones que no se hicieron el anterior, en el que tocaba quedarse quietitos en casa. En esa fecha, aparentemente tranquila, se producen los movimientos desesperados de última hora. Los muñidores no paran de usar sus teléfonos y el nerviosismo se apodera de los que van en los puestos alejados de la cabeza de la lista. Bien mirado, todo esto entraña un cierto romanticismo, como el amor de una noche que no es capaz de dejar un recuerdo entre las sábanas. Después todo será normal, como lo era antes. Los del buzoneo se quedarán sin tajo y los coches improvisados desmontarán sus altoparlantes, menos los que patrullan las calles de los pueblos anunciando los entierros. Estas cosas tan simples son las que más se acercan a la realidad. Después vendrán los pactos y sus consecuencias, y los analistas dirán que fue un acierto o un error en función de quien les pague.

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