Vivimos preocupados los pasados días por el incendio de Tenerife. El peor de los últimos 40 años, se ha dicho, y no es del todo cierto. Hubo uno anterior que dio la vuelta completa a la isla. Cierto que ahora las precauciones se extreman para bien, aunque muchas personas se hayan visto afectadas por el desastre. Con ello el que no haya habido muertos y que los destrozos particulares no fueran extremos. Ocurrió y el presidente en funciones del gobierno vino y sentenció: zona catastrófica. Mas una cosa se coteja de los múltiples fuegos del pasado y de los volcanes que explotaron en el suelo: una maravilla incondicional: nuestros pinos son resistentes a las llamas. Lo cual dará para que en el próximo invierno y primavera el bosque se muestre esplendoroso. Más aún, el suceso saneó al monte. Pero eso no consuela al dicho incendio. Lo explica lo que en nuestros montes ocurre. Desde los antepasados bereberes la naturaleza en Canarias ha sido una zona cuasi divina. Y eso se deduce por pura estadística frente a otros lugares del Estado. La cuestión se sublimó por lo que ocurría entre medio y recursos del medio usados por los habitantes del límite. En efecto ellos cuidaron el bosque porque sabían que habrían de cuidarlo por lo que les daba y obtenían: la pinocha para los animales y la tierra, la leña para el fuego y algunos alimentos precisos como las setas. Pero ocurrió que algunos pudientes conocieron el provecho. Entonces intervino el Cabildo. Seccionó el monte en concesiones y se lo robaron a los vecinos por el dinero que los susodichos de él obtuvieron. De pronto los integrados quedaron al margen y lo sufrieron. Como en la actualidad. El usufructo del lugar está tasado por instancias administrativas y más instancias administrativas. El monte no es de quien lo vive, es de quien lo somete y, a veces, de manera arbitraria. Con un signo de más a esa caterva. Quien se ha hecho dueño del monte no lo cuida. No lo limpia, no traza cortafuegos apropiados para la ocasión, no impone brigadas profesionales y especializadas para la seguridad, etc., etc. Y eso ocurrió. Y ocurrió por lo que las instancias estatales nos condenan: la separación de la relación efectiva y afectiva, de la conjunción connatural del que se solaza y comparte. De donde una cosa es que esas instancias acometan y sometan las preocupaciones y otra es que prohíban el trato sintomático y sustancial con lo que nos sublima. Por ejemplo, desde la época de los guanches siempre hemos pescado en las playas. Ahora es imprescindible el carnet correspondiente. Y el incendio proclamó esas palabras para vergüenza de los que seccionan las topografías aclamando el pavor por las llamas de las que ellos son los dueños.