Desde el punto de vista formal, nuestro parlamentarismo sería similar al del Reino Unido, por citar un ejemplo representativo, pero, como hemos podido comprobar en la pasada crisis política británica, nada más lejos de la realidad. Los partidos españoles son rígidas dictaduras, en las que los discrepantes son obligados a dimitir o a darse de baja -o son purgados directamente-, y en los cuales sus miembros tratan de alcanzar un cargo, a ser posible generosamente remunerado. Para ello, repiten unos manidos argumentarios y unas consignas de guardarropía, según los cuales todo lo que hace o dice el propio partido es bueno y todo lo que hacen o dicen los demás es malo, a no ser que pactemos con ellos. Es un sistema que propicia la mediocridad y la carencia de iniciativas, hasta el punto de que los que destacan o se significan son mirados con recelo. En ese escenario, el grupo parlamentario es un conjunto disciplinado de aplaudidores y votantes, en donde un voto discrepante es noticia y producto de una equivocación, casi siempre ordenada por el propio partido según sus intereses. Recordemos que los partidarios de Pedro Sánchez rompieron la disciplina de voto en la investidura de Rajoy, y que cuando Sánchez recuperó la Secretaría General masacró políticamente a los que no la habían roto y premió con cargos y prebendas a sus partidarios, a los cuales, no obstante, a veces sacrifica al servicio de sus intereses.
En ese contexto, era inevitable que Pedro Sánchez avanzara todavía más en su régimen autoritario constitucional y expulsara del partido a Nicolás Redondo por ejercer su derecho a pensar y discrepar, a su libertad de expresión, en suma. Hijo de un sindicalista representativo de la Transición y secretario general del PSOE vasco en los años de plomo de ETA, ha sido víctima de una injusticia histórica que los socialistas del futuro, cuando Sánchez sea solo un mal recuerdo en las crónicas de partido, tendrán que reparar. Por el contrario, los diputados británicos, en constante relación con los electores de su circunscripción, controlan al Premier de su propio partido, que necesita contar con su confianza para seguir siéndolo, e incluso eligen a los candidatos a serlo. De hecho, el no tener su apoyo mayoritario determinó el fiasco de Liz Truss y su obligada dimisión. Y su posicionamiento a favor de Rishi Sunak ha hecho innecesaria la votación telemática de los militantes. En el pasado, Margaret Thatcher tuvo que dimitir cuando perdió la confianza de su grupo parlamentario. Las purgas, las expulsiones de militantes fieles del partido por discrepar del líder o dictador de turno forman parte y se inscriben en la tradición de las dictaduras comunistas, aunque en ellas las consecuencias son más graves para los purgados. Muchos jóvenes -y no tan jóvenes- militantes y votantes socialistas se sienten afines a Podemos o a Sumar; acusan al partido de derechización; y ni conocen ni les interesa la historia de España y la del partido. Era inevitable que el sanchismo recurriera a las purgas. Ahora la incógnita consiste en averiguar quiénes serán los próximos y si se atreverán con los insignes críticos de la vieja guardia, como Felipe González y Alfonso Guerra, que hicieron la Transición y trajeron la democracia -y la socialdemocracia- a este país.