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Volando en un Harrier

Era un Harrier y un amigo me dio los mandos del reactor militar de despegue vertical. Salí de un punto del sur de Tenerife, quizá de Santiago del Teide. Volé a unos centenares de metros sobre unas plataneras muy verdes, limpísimas. El cielo estaba despejado y yo me guiaba por la cordillera. Tenía que aterrizar en Los Rodeos, pero nadie me había explicado cómo hacer subir el avión a la altura de La Laguna, casi 700 metros. La isla lucía preciosa, con alguna nube difusa, pero allá arriba se veía un cielo intensamente azul, sin un gramo de calima. Cuando la cosa se empezó a complicar me desperté. Estaba sudando, no sé si por el calor de estas noches o por la inminencia de la colisión o por ambas cosas a la vez. En el duermevela final, el avión se había posado suavemente en la pista, pero no de forma vertical, como hacen los Harrier en los portaviones, sino haciendo la carrera por la pista. Los pilotos dicen que para hacer un buen aterrizaje hay que “tener culo”. Es decir, una sensibilidad especial en esa parte del cuerpo para posar el avión. Me volví a dormir y ya no pude retomar mi excursión aérea por la isla. Yo he manejado simuladores y les digo que sentí, en el sueño, la misma sensación que cuando pilotaba ficticiamente un avión dentro de aquellas cabinas. Pero la velocidad del Harrier no tenía nada que ver con la de un avión comercial. No sé a cuento de qué me sobrevino ese sueño, quizá por estar viendo volar, en la CNN, a tantos aviones de combate en la guerra en Gaza. Me parece que dejaré de sintonizar las cadenas americanas que cuentan la guerra al minuto. Yo lo que quiero es dormir.

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