Puigdemont reside habitualmente en Waterloo, en el Brabante valón, a escasos kilómetros del escenario en el que Napoleón sucumbió ante los ejércitos de la Séptima Coalición, mientras que Grouchy, con parte de las tropas francesas, buscaba torpemente a los prusianos. En el imaginario colectivo del sur de Europa, Waterloo es sinónimo de la derrota de un proyecto político y del fracaso final del Primer Imperio, antesala de Santa Elena. Sin embargo, paradójicamente, esa residencia belga permanente, convertida en una sede institucional catalana en el exilio, se ha convertido en el símbolo de que el quinto intento histórico independentista catalán transita por vías favorables y progresa adecuadamente.
Los astros se alinearon favorablemente en unas elecciones cuyos resultados dictaminaron que Pedro Sánchez necesitaba sus votos para ser presidente del Gobierno, y eso decidió la cuestión. Porque el presidente no repara en gastos -ni en mentiras-cuando se trata de asegurar su futuro político. Son literalmente innumerables las veces en que ha perpetrado exactamente lo contrario de lo que había asegurado -prometido- que iba a hacer. Y eso es lo que hay. La opinión más sensata -y acertada- sobre el problema catalán nos parece que sigue siendo la de Ortega y Gasset en su polémica con Manuel Azaña sobre el Estatuto de 1932, en el sentido de que es un problema que no tiene solución y es preciso aprender a convivir y conllevar con él.
En la actualidad, asistimos -en diferido- al quinto intento de separación catalana desde 1640, intentos siempre coincidentes con momentos de debilidad extrema del poder del Estado y crisis económica. Ahora la independencia de Cataluña se ha mezclado con un segundo objetivo, que es la destrucción de la Constitución, de la Transición y de lo que llaman el régimen del 78. Es el precio que Puigdemont, Oriol Junqueras, Rufián y los demás han exigido, y que Sánchez paga gustosamente para seguir en La Moncloa.
El problema es que con la independencia de Cataluña no se solucionaría el problema. Y no se solucionaría porque el nacionalismo basa su existencia en la reivindicación incesante, y una Cataluña independiente reivindicaría la anexión de Valencia y Baleares, sin olvidar el Rosellón y la Cerdaña franceses, perdidos por España en la Paz de los Pirineos, y los municipios aragoneses fronterizos de influencia cultural catalana, que los catalanistas llaman las Marcas o Franja de Poniente. Son lo que el nacionalismo denomina los Países Catalanes, es decir, el antiguo Reino de Aragón sin Aragón. Y no olvidemos que en ese reino Cataluña era nada más que el Condado de Barcelona, mientras Valencia y Baleares (Mallorca) constituían reinos diferenciados y unidos solo por la titularidad de un mismo monarca.
En el carruaje en el que Napoleón huyó hacia París la noche de Waterloo los británicos encontraron un ejemplar muy usado de El Príncipe de Maquiavelo, con glosas y anotaciones marginales de puño y letra del Emperador. Son comentarios que enriquecen el texto original y que ayudan a entender el realismo cínico de ambos personajes. El Gobierno de Pedro Sánchez se ha trasmutado en un Gobierno compuesto por independentistas, y los independentistas se han transformado en gobernantes del Estado. Es el comentario que faltaba en las anotaciones de Napoleón.