El torero Juan Ortega, acostumbrado a lidiar astados con chicuelinas y verónicas, dejó plantada en el altar de Jerez a su novia, la médico Carmen Otta, y no le dio el sí, como estaba previsto. Se echó a correr el tío. La carne mechada y las cebollitas y la confitura de piquillo, el salmón bañado con Tío Pepe y la tempura de morcilla, amén de la terrina de pulpo asado y el hojaldre con nueces, más la lubina del menú, con toque de Pedro Ximénez (omnipresente), se la zamparon los del guateque de al lado. Dice el torero que él lo pagará todo, lo cual implica que ha de sacar de la cartilla unos 80.000 euros, porque eran 500 los invitados, incluido Curro Romero, que todavía vive. Parece que fue un cura quien le recomendó a Ortega que no se casara, porque no hay nada peor que ir al altar cuando uno no tiene la certeza de que va a ganar el amor. Me ha quedado precioso. El novio a la fuga cargará toda la vida con la decisión, lo mismo que la novia; llevaban años de relaciones y cuando quisieron oficializar el asunto al torero le entró miedo escénico, le sobrevino un Pastora Soler y se echó atrás, recogió el capote y agachó la cabeza mientras se ponía el esmoking. Es un palo, ya lo sé, pero esas cosas pasan cuando uno se pone a reflexionar sobre la trascendencia del matrimonio para toda la vida. Ha sido la peor corrida de Juan Ortega, dicho sea con el debido respeto, y el hombre salió con las patas en el culo, antes de comprometerse con su aspirante. Todo el país habla de eso y no digamos las tertulias del corazón, tan aficionadas a echar leña a la hoguera. No somos nadie, Carmen y Juan.
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