Se aduce, se constata que el destino de las personas es frágil, que todo trance, del más humilde al más poderoso, concluye en la tumba y, aunque el sepulcro repose repleto de joyas y de riquezas (como ocurrió en Egipto), no te llevarás nada al otro lado. Esa es la evidencia; lo otro es lo que ocurre en este sentencioso mundo. Porque, históricamente y en vida, ¿qué lleva hasta su límite más pernicioso y horripilante semejante fragilidad? Respuesta: somos y dejamos ver en el trayecto la asombrosa capacidad que tenemos los mortales para destruir, para matar de manera inmisericorde. Y eso es lo que distingue y alaba la memoria, el héroe más héroe, Carlo Magno o los grandes militares de las guerras de Europa que dejaron millares de muertos sobre los campos; eso es lo que se alaba, eso es lo que proporciona medallas. Y de ese modo ocurre por el signo de la religión o del poder. Por ejemplo, el Dios de la “Biblia” que pasó a cuchillo a ciudades enteras de manera inmisericorde, mujeres y niños incluidos, o la atrocidad más insultante y aberrante de la crónica de los mortales, el que EE.UU. decidiera reventar dos bombas atómicas sobre civiles desarmados. ¿Qué sustancia la desproporción? Que la guerra es guerra, o por defensa, o por consignación del dios verdadero, o por conquista, o por poner en su lugar a los depravados, o por imponer criterios a los supuestos débiles, o por distinguir las dotes de un supuesto elegido, o…, o…, o… Y, en todos esos casos, no hay castigo; la humanidad renuncia a la salvaguardia del rigor, de la ética, de la moral, de la consecuencia. No se castiga a Dios por matar a los egipcios inocentes ni a los yanquis por arrasar Hiroshima y Nagasaki ni a los israelitas por llevarse a la tumba a más de treinta mil palestinos. Se confirma: Israel fue atacada, quedaron muertos por el camino y secuestrados que no se liberan. Y eso les da para atacar indiscriminadamente sin que el mundo intervenga. Y no pararán hasta que lleguen al límite, hasta que reconozcan y justifiquen que han sido efectivos, que no quedará un solo enemigo que los moleste de nuevo. Eso se prueba: la inocencia masacrada, la inocencia envilecida. El mundo para los casos anotados y muchísimos más no muestra la ganancia manifiesta de quien lo mora, sino de quien lo domina, cual mentó Hitler en su caterva contra Europa o sentencia Putin en su arrebato contra un país libre. Y tal asunto implica tensión no solo sobre la libertad, la propiedad, la seguridad, el acomodo, la existencia … sino la biliosa estratagema de la pérdida, del quebranto, del perjurio, del sufrimiento. El planeta, en ese caso, pertenece a los depravados que escupen el tiro de gracia. Eso es lo que queda, ¡pobres, rastreros y espantosos hombres!
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