Madonna congregó hace unos días en la playa de Copacabana en Río de Janeiro a 1,6 millones de personas. La cantante de 65 primaveras puso fin a la gira Celebration, que comenzó en Londres en octubre de 2023. Cuarenta años de carrera musical bien merecían un tour. El Concierto, además, superó la marca que logró Rolling Stones en febrero de 2006, también en Copacabana, cuando atrajo a 1,5 millones de entusiastas. La excéntrica estadounidense y sus satánicas majestades son iconos atemporales, artistas inagotables, jinetes que detienen el tiempo. Sus besos y guiños no caducan. No se van. Son amores inagotables que desbordan lebrillos, albercas y labios.
A su rebufo danzan púberes que lloriquean en la flojera del chantillí, arrugas que no se tienen en cuenta y esnobs que se meten hasta el pensamiento. Caras más o menos quemadas en tostadoras sufren de placer. Remolinos, primeros premios y otros de consolación. Los hervores contigo se graban en copas ciegas. Juegos de azar, certezas, humedales con mucha facundia de pop-rock. Para lo que nos queda en el convento…
Cuando el frenetismo alborota la sangre entre los focos del show, cruzamos lindes sin importar escupir hacia arriba. Es la gloria más efímera en abundancia de estremecimientos. Es sentir como nunca estar vivo, olvidar que ayer corriste con la lengua fuera porque perdías el último tranvía. Disparos certeros, mordiscos al cuello sin colmillos, vamping y ojos abiertos para la noche entera. Nadie es más que nadie. Cachetes, ombligos y pechitos a fuego lento y en la Thermomix.
La arena carioca deja huella bajo el Corcovado tras ponerse el Sol. En la orilla de Lula da Silva se juega bonito y se ama caliente. La marea refresca desde la Isla bonita para ser feliz.
Al otro lado del Atlántico, en Tenerife, hace años, también se bailaba sobre la arena. El Son Latinos de Poli Mansito y Martín Rivero sonaba bien. Arrimadito a Las Vistas arrullaba bachatas, merengues, rica salsa, ballenatos, aires de Lima, de Taganana y desafines de Paulina Rubio. Pero Costas aguó la fiesta. La Costas española más papista que el papa, la Costas del membrete, la chapuza, el bocadillo de chorizo perro y los emisarios picados, sentó cátedra. ¡A la mierda! La guagua aquella pinchó en hueso y nos quedamos con las ganas. Desde entonces, dicen, el paraíso nivariense brilla con más intensidad. Será el óxido, el orín. Ahora meo, ahora pienso. La perra pa ti.
Ahogado entre cuatro paredes y con la llama de la pasión a flor de piel pese al monstruo, este próximo domingo 19 de mayo cantaré con Luz Casal en el auditorio de Calatrava y Adán Martín. No sé cómo saldrá el concierto en la lata de sardinas gourmet. No por la gallega, que es percebe bueno, sino por tener las posaderas quietas y las rodillas encajadas en clase turista. Veo al esqueleto entumecido, dolorido, inerte, mortecino y cara pálida sin rosas y esas cosas. Pero lejos de sucumbir al anclaje, el fulgor de la vida empujará a las extremidades. Incontrolables, volarán ligeras como servilletas de papel sin temor a la esclavitud del cuerpo. Entonces, bailaré como un pingüino. Nervio pueril, desparpajo sinfónico, rodillas peladas, niño.
Tras el desmelene, los andares llegarán con Madama Butterfly. La ópera es escena domesticada, piel de gallina en silencio, dolor y éxtasis, caligrafía redonda frente a la anarquía de los apuntes que se toman desvaídos, a vuela pluma en una soporífera sobremesa somnolienta.
La calle. De pronto Ricchi e Poveri son tendencia. La canción Será porque te amo vuelve a la humanidad loca de atar. Los cerebros apagados por la ansiedad sienten el viento ochentero. La manipulación del código que vino de Harvard y el vacío de los corazones apagan lentamente las miradas. La gente pasa igual. Por eso las levitaciones, las lágrimas, los abrazos, las ilusiones, los sueños a capela en Murcia y Milán. Entonarlo, sentirlo. Sonrisas en la cara. La cultura digital apaga. La guerra con las máquinas ha empezado y la resistencia no para de cantar.