después del paréntesis

El portero que paró un penalti

Hubo un portero en la selección de fútbol de un país de Europa al que su entrenador apartó del equipo por viejo. Volvió al mundo afligido por lo que había perdido. Y con esa carga colgada del cuello, se dispuso a subsistir fuera de lo que consumaba su pasión y su historia. Es decir, no le cupo otro remedio que vivir del modo en el que todos los mortales vivimos: ser productivo, afanarse por encontrar un trabajo meritorio y etcétera. Lo logró: pudo encauzar su existencia como empleado de una fábrica florida en la Viena por la que transitaba. Pero hete aquí que la fábrica hubo de hacer los ajustes pertinentes de personal y él fue uno de los afectados. De manera que, de nuevo, fue apartado del equipo. Salió de la empresa aturdido. Miró la calle y le pareció un insulto que todo se moviera y pareciera igual en su derrota. Programó moverse como se mueven los hombres enojados: buscar consuelo. Llamó por teléfono a su exmujer y le contó el argumento de la crónica que lo acosaba. La que encumbró su ardor hacía algunos años apenas lo oyó; tenía prisa, temió el camino que fue y que volviera como un mal paso, como una mordida estrafalaria del ayer. Y, entonces, el antaño guardameta miró su destino preso de la más compleja y aberrante soledad. Nada que contar, nada que retener, nada que admirar. El portero fue al cine por darse consuelo. Repitió la operación muchas veces en una sala que pasaba tres películas al día. En el trance, enamoró a la taquillera, comió en su apartamento, hicieron repetidas veces el amor… Y, anudado el arrebato de los cuerpos, ella le propuso volver la vista sobre el campamento destrozado, sobre un libro de sellos extinguidos, que reunieran sus vigores en acuerdo con la felicidad. No se volvió atrás. La mató, arregló como pudo las huellas del crimen, camufló el cadáver y huyó. El exportero buscó acomodo en la frontera. Allí vio púas. Soñó ser otro en la zona contraria de eso que los que lo rodeaban llamaban civilización; se dispuso a morar entre bárbaros, entre los comunistas del lado contrario. En la huida, el desamparo lo conmovió hasta inventar un idioma nuevo. Listo para cruzar. Al tiempo en que se disponía a rematar los límites, el árbitro pitó un penalti. El fugitivo volvió la vista atrás como Lot en la despedida, por ver la escena familiar. Observó a su sustituto con brazos arqueados sobre la raya, concentrado en el horizonte que sus ojos ignoran; se movía ante el futbolista que iba a disparar. “¿Detendrá el chut?”, se dijo. Y, sin esperar el desenlace, cruzó la línea que sanciona. Eso cuenta una de las novelas más portentosas de este mundo, “El miedo del portero al penalti”, de Peter Handke.

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