Desde tiempos ancestrales, uno de los mayores problemas a los que se enfrenta una ley, estriba en su cumplimiento. Dejando a un lado otras cuestiones tales como la defectuosa técnica legislativa o la nula intención de lograr, a través de la obtención de los debidos consensos parlamentarios, que las normas pervivan más allá de un puntual proceso electoral, “cumplir y hacer cumplir la ley” empieza por aplicar fuertes deberes (al menos en el papel), a los que están llamados a aplicarlas.
Un sinfín de códigos de conductas para políticos y funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, jalonan los ordenamientos jurídicos nacionales a todos los niveles administrativos. Los organismos y las organizaciones internacionales tampoco quedan fuera de esta intención. Que la corrupción y la pulsión por favorecer a los familiares son intrínsecos al ser humano son tan verdad como que la recta conciencia y el conocimiento de la ilicitud de una conducta forman parte de la cara y la cruz de la misma moneda.
En 1981, en unas excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en la Provincia de Sevilla, se halló un código de conducta romano, que se denominó lex Irnitana. Datado en el año 91, d. de J. C., esta importantísima norma destinada a uniformizar administrativamente la organización de las comunidades romanas en Hispania, contenía -entre otros-, unos capítulos destinados a combatir las conductas que hoy en día denominamos nepotismo y tráfico de influencias entre familiares de un funcionario o político con mando en plaza. En definitiva, el: “¡Mis familiares y amigos, primero!”, no es algo novedoso; ni su justo combate, tampoco.
Unido a otros requisitos tales como: no haber sido condenado por perjurio o por prevaricación, no haber sido declarados deudores insolventes, carecer de antecedentes por lesionar los intereses de los menores de edad, tener 25 años cumplidos (la mayoría de edad de la época) o la prohibición de repetir en el cargo una vez transcurridos 5 años, componían un conjunto de vetos al nombramiento y ejercicio del cargo de los menos idóneos.
En definitiva, como máximo requisito previo para alcanzar las más altas magistraturas municipales durante el Imperio Romano (27, a. J. C. – 476, d. J.C.), se exigía probar la honradez; esto es, la acreditación de haber llevado con anterioridad al ejercicio del cargo una conducta intachable, que tenía que prolongarse durante el ejercicio del mismo, so pena de ser relevado expeditivamente y sometido a un juicio en toda regla, del cual dependía que esa inhabilitación o suspensión fuese perpetuada o alzada. Todo ello amén de fuertes sanciones pecuniarias.
¿Se imaginan que la honorabilidad de los políticos y de los funcionarios fuesen un requisito para acceder a los cargos?, ¿o que no pudieran favorecer a sus más cercanos con dinero público?
La corrupción está en la cúspide de lo que llevó a Roma, tras una prolongada decadencia moral en todos los órdenes, a desproteger sus fronteras externas hasta su definitiva caída por la invasión de los bárbaros, en el 476, d. de J.C.
Actualmente, vivimos en una sociedad orweliana. En una época donde el miedo a la condena pública en las redes sociales nos paraliza, y no nos atrevemos a protestar individualmente contra conductas de nuestros políticos que nos afectan de manera flagrante al presente y comprometen nuestro futuro como sociedad. La cuerda, acabará por romperse. La única incógnita, está en el cuándo.
*Abogado e historiador