Del estudio de arquitectura de Carlos Schwartz, en la calle Suárez Guerra, siempre recordaré la fotografía en blanco y negro de una biblioteca con su sillón de lectura y paños de ganchillo. La imagen de gran formato cubría la pared de enfrente de una sobria habitación iluminada en sus laterales por el ventanal de un patio interior y la abertura de un arco adintelado hacia la estancia contigua. Aquellos libros revelados no necesitaban distracciones, miradas dispersas. No sabría decir, ahora, qué demás enseres vestían el cuarto de techo alto y suelo hidráulico, lo normal en las casonas burguesas de cuando Santa Cruz de Tenerife era la capital de Canarias.
Al arquitecto Schwartz (fotógrafo a cada rato) le sedujo la colmada estantería de Domingo Pérez Minik, nutrida al amparo de las vanguardias históricas que a partir de los años treinta del siglo veinte velaron por la creación artística. El dramaturgo, ensayista y crítico cultural falleció en 1989, pero la silla poltrona depositaria de palabras y siestas continúa en el imaginario de una generación amante de la modernidad que caminó inteligentemente sobre un mar de nubes.
Pérez Minik publicó en La Gaceta Semanal de las Artes del vespertino La Tarde. Esquivó como otras plumas la censura previa con agudeza y metáfora. Fue el caso de Carlos Pinto Grote. Supongo que su querida biblioteca y la puerta escrita (“Quien por azar entra en la casa de un poeta…”) continuarán en los Molinos de Agua de La Laguna, al igual que crecen en los tejados los verodes de Pedro García Cabrera. Imagino que cerca también reposan ordenadas las letras impresas de María Rosa Alonso junto al imperturbable tictac de un reloj y la manta esperancera de Elfidio. Las páginas en la Ciudad de los Adelantados se pasan despacio al resguardo de San Fernando. Agrada leer en la Económica y en el antiguo Hospital de Dolores. Madera, crujías, sereno. Y unas bañeras metálicas en el jardín del claustro. Los detalles son importantes. Para aprender a escribir, mejor papel y lápiz.
Una tarde bonaerense saboreé un capuchino lento en El Ateneo Grand Splendid. Entre 1919 y 1982 funcionó como teatro, y hasta 1999, como cine. Luego, en el dos mil, se remodeló. La platea y palcos recibieron a la librería más hermosa del Mundo. En el espacio escénico se ubicó la cafetería y en ella, junto a la taza de café, leche y chocolate, repasé la biografía de Truman Capote, los viajes del naturalista Alexander von Humboldt y un librito lindo sobre diseño gráfico que regalé a mi hija María. No olvido, tampoco, un wasap transoceánico a Carmelo Rivero, entonces director de DIARIO DE AVISOS. Después, bajo el torreón de tramoya, antes de vagar por el barrio de Recoleta, canté bajito un tango de Carlos Gardel.
Explorador en mercadillos atiborrados y en cobijos de libreros y tongas, pasaron los días. Y una noche de agosto, con olor a periódicos de hemeroteca y a yerba mate, un letrado sin techo cabeceó, hasta la mañana siguiente, pegado a montones de cuentos de Jorge Luis Borges.
Tenía que ser Carlos Schwartz (más fácil sin la A. del medio) quien de nuevo retratase volúmenes apilados. Los de Javier Marías, detrás del escritorio, se organizan perfectos, aunque no iguala la marcialidad del ausente cinéfilo Jorge Gorostiza. Ando solo en la callada sala de la Fundación CajaCanarias. Mirón de anaqueles domésticos, objetos, encuadres, poesías, polvos y desórdenes, cada uno de su padre y de su madre. ¡Cuánto queda por leer! No dará tiempo. Certeza. Cuánto tiempo perdido. ¿Qué le aguardará a la Larousse de Manuel Vicent?
A las seis menos cinco empezó todo.