Hora punta y punto muerto. Pie en el freno, Queen sonando en el reproductor de música. La luz está en rojo. Indiferente, me dedico a observar a mis vecinos de semáforo: cabezas gachas y cervicales forzadas, rostros anónimos tenuemente iluminados que escanean a hurtadillas pantallas de teléfonos móviles y, cómo no, las habituales exploraciones nasales.
Entonces, lo veo venir andando con parsimonia entre la hilera de coches. Es la segunda vez hoy, quizás la número tres millones en total. Se acerca en silencio pasando de un coche a otro, blandiendo la herramienta en el aire. Sonríe al verme y me saluda con su acostumbrado “Hola, amigo”, mientras señala mi parabrisas levantando el pulgar con gesto de complicidad. “Efectivamente, aún no ha tenido tiempo de ensuciarse”, pienso al devolverle el gesto y la sonrisa. Lo veo alejarse por el retrovisor con el limpiacristales en alto anunciando sus servicios y, en la otra mano, una botella de agua con detergente de color verde. Y hablando de verde, primera marcha y adiós, amigo.
Cuatro minutos y apenas cincuenta metros después: semáforo en rojo. A mi alrededor, más o menos las mismas caras levemente iluminadas, los mismos mineros entretenidos al enfrentarse a lo que tiene pinta de estar resultando ser una complicada extracción. Enfrente, un malabarista. Tres pelotas de tenis vuelan entre sus manos en una coreografía cronometrada, pero una cae al suelo antes de terminar. No hay tiempo para más, el peatón de leds comienza a parpadear y toca pasar el sombrero a toda prisa.
Ahora debería sonar en el reproductor del coche The show must go on o, quizás, It´s a hard life. Pero suena The invisible man, que, pensándolo bien, resulta incluso más apropiada en esta ocasión. Ninguna moneda y, probablemente, una pelota verde desaparecida en acto de servicio. Y volviendo a hablar de verde, buena suerte, malabarista, pero primera y adiós.
Tres minutos y ni siquiera veinte tristes metros después -bendito tráfico en hora punta, que en esta congestionada ciudad es cualquier hora de un día cualquiera- sí, otra vez: semáforo en rojo. ¡Santa Paciencia! Punto muerto y pie en el freno. Queen sigue sonando en el reproductor… Aunque, hay algo diferente esta vez: mis vecinos de semáforo miran sus móviles con aire ausente, alguno escudriña el infinito y más allá, pero ningún hocico está siendo hurgado. ¿Cómo es posible? Deben quedar tesoros aún por descubrir en lo más profundo y recóndito. ¿Por qué nadie se anima a ir en su busca en esta parada? Entonces, él llega junto a mi coche. “¿Clínex, amigo?”, pregunta mientras me planta unos paquetes de pañuelos de papel ante la cara. Niego con la cabeza mientras esbozo un amago de sonrisa: “Hoy no, colega”. Luz verde. Adiós amigo, y gracias por aclararme el misterio.
Seguimos avanzando, poco a poco, con evidente desgana y a trompicones, transitando por las congestionadas y navideñas calles santacruceras a través de un templado mes de diciembre. Y así, mientras esperamos a que una luz se ponga en verde y miramos sin ver, se nos va pasando la vida. El infierno es otro semáforo en rojo…
