Cuando mi abuelo tenía 15 años mataron a su padre. En 1898, unos políticos enloquecidos enviaron a los marinos a un desastre en Cuba. Iba con ellos y perdió un brazo. Después vino el Frente Popular, en 1936. Unos fanáticos lo mataron en un lugar llamado Paracuellos. Yo siento que fue una víctima, que toda mi familia lo fue. En 1978, cuando aprobamos la Constitución, creí que todo aquel infierno se había acabado, que por fin nos habíamos puesto de acuerdo para olvidar todo el daño que nos hicimos, pero estaba equivocado. Aún hay quien se empeña en crear odio con el odio, en aprovechar el odio, en sembrar el odio porque así piensa obtener una ventaja. Conozco a muchas de esas personas y todas creen que el odio está en el otro lado. Siento lástima por ellas porque nunca sabrán que el odio sale de ellos mismos, que hay alguien que los incita a odiar, que fabrica bondades aparentes donde sólo se esconde el odio del que quiere cobrarse algo que entre todos saldamos hace ya muchos años, cerca de 50, y aprovechan la efemérides para renovar la fiesta del odio, y así hasta no se sabe cuándo. Escribí un libro contando esta historia. Se llama En medio del tumulto, quédate conmigo. A los del odio no les gusta porque creen que el motivo les pertenece en exclusiva. Yo sólo tengo un papel mugriento de una asociación que se dedicó a recoger los cadáveres. Dice que se trata de un hombre alto, de 65 años. Barba blanca, calzoncillos blancos, calcetines de color y zapatillas de paño. No especifica cuántas balas de odio acribillaron su cuerpo. No da más detalles. Eso no es importante. A la muerte no hay que cuantificarla. La muerte es así de cruel. Hoy he visto al presidente en un acto y me ha dado pena ver tanta miseria regodeándose en la desgracia. Nunca es el tiempo de volver a las tumbas a remover los huesos. Sólo las hienas se ríen y disfrutan con la carroña. A su hijo lo fusilaron unos meses antes, pero él murió sin enterarse y con la sospecha de que nada le había pasado. El día que lo mataron, su madre estaba sentada en el patio y lo vio venir corriendo a abrazarla, saltando los arrayanes, con el pecho destrozado y lleno de sangre. Por favor, paren este disparate. Ya no sé qué hacer con mi memoria. Mi amigo Carlos Oroza escribió unos versos en los sesenta. Decían así: “Los hijos de Juan Ramón Cireda mataron al padre a puñetazos y lo vistieron de payaso. Las hienas lo hubieran devorado, pero la ley tiene un servil descaro y lo metió en el tren de la ternura”. Arturo Maccanti aprovechó lo del tren de la ternura para titular una colección de poemas entrañables. Ya no hay gente como Arturo. Él vivió toda su vida con la carga de su hijo muerto siendo un niño. Recuerdo cuando se nos escapaba a llorar aferrado a las rejas del cementerio. No me gusta que se juegue con estas cosas. Estamos viviendo el cónclave de la ruindad. Convocados para repetir el festival de la sangre. Cada uno con sus huesos a cuestas en busca del culpable. Lo siento, pero no puedo estar de acuerdo con esto. Sé que no puedo hacer nada. Me siento impotente. Lo único que me permiten es lanzar este grito sordo y apagado que nadie estará dispuesto a escuchar. Mail: busca, organiza, conquista.
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