La democracia ya no basta, le han perdido el respeto los partidos que no tienen suficiente con las urnas para gobernar, se le está dejando deshacer en pedazos cada vez con mayor desvergüenza. No es cierto que la libertad es oro molido, que llegó para quedarse, que no está en peligro, como dicen los que, en realidad, piensan lo contrario. En Estados Unidos y en Venezuela, casi a la par, llegan al poder dos caricaturas de la democracia. Uno ganó con ayuda del diablo y el otro perdió encarnándolo.
La desgracia de Venezuela no es solo el desagüe actual del chavismo que resiste en las cloacas tras la autoproclamación de Maduro este viernes. Es aquella demolición lenta de la vía democrática que no tardó en esparcir las nostalgias, la corrupción y los odios cervales de una sociedad sin partidos confiables, con mucha rabia y el terrible bacilo de la violencia en las venas.
Ahora, María Corina Machado y Edmundo González son Guaidó, Leopoldo López y esa generación entera que tiene el propósito de reinventar el país, de relevantarlo. Esa vaina. Un desafío histórico contra el régimen que tiene los días contados, pero también contra los santos demonios ancestrales que anidan aún en una retaguardia de venezolanos de a pie. Es, por eso, la ocasión de una catarsis pendiente para arrasar con los gusanos guerracivilistas de una venezuela cadavérica que solo dormita a riesgo de resucitar.
Al Gocho, una insania del pueblo le decía que era buen presidente porque robaba y dejaba robar, no se olvide. Las costuras democráticas del país hermano se iban rompiendo como ahora vemos en los mismísimos Estados Unidos, que han elegido (en las sombras de la democracia) a un delincuente convicto, cuya investidura el lunes, 20, llega precedida de la condena, diez días antes, por uno de sus múltiples delitos. Trump no está en tela de juicio, está condenado, pero las espaldas de la democracia son cada vez más anchas. La prolongación de Maduro es una reyerta del instinto de supervivencia. Es Trump reincidiendo a la sombra del Capitolio. La misa mustia de la triste democracia.
Carlos Andrés Pérez no era el único demócrata venezolano que merecía elogios tan míseros de parte del electorado. CAP sufrió el caracazo y el golpe de Chávez. Compró aquel barco frigorífico podrido de trapos sucios (caso Sierra Nevada) y tuvo amigos en las trastiendas del sistema que le salvaron. José Vicente Rangel no pestañeó cuando un servidor le hizo la pregunta obligada de su voto decisivo que exoneró al carismático adeco que gobernó dos veces. El propio Gocho tiró balones fuera cuando pretendí arrancarle una confesión en su torre particular de Caracas. Y solo Teodoro Perkoff parecía inconsolable, lleno de tristeza en la mirada. ¡Qué jodienda! ¡Ni adecos ni copeianos! ¡La democracia se iba al carajo! Rafael Caldera, el amigo de Canarias, que estaba reunido con Rafael Clavijo en su casa de Caracas un día que lo entrevisté, era otro presidente con lágrimas en las palabras que temía este desahucio.
Venezuela es perezjimenista en las entrañas de su cuerpo de país humano. El dictador hizo autovías y obras públicas esenciales. Como Franco. Por eso España y Venezuela se parecen tanto respecto a sus santos tiranos entrañables. Ahora se descree del aniversario de la muerte del Caudillo por parte de quienes le quieren todavía con sincero afecto, pero con la distancia democrática de una comprensión sentimentaloide, ya no política, al menos no en todos por igual, sino compasiva y tan terrible y perturbadora por lo que anticipa. Porque así caen las democracias, por el comején de la nostalgia que roe la madera de que están hechas.
¿Por qué se le quería tanto a Hugo Chávez por parte del pueblo que venía de adorar a Pérez Jiménez y hacer manitas con gobiernos democráticamente corruptos? Por lo mismo que se alberga de nuevo en la Casa Blanca a Trump o se amó a Franco en silencio todo el tiempo dando abrazos de Vergara a Suárez y finalmente a Felipe González. Porque el pueblo anhela siempre tener a mano a un caudillo sin mirarle la pata de que cojea. La cuestión es amar a escondidas y aplaudir a manos batientes a cualquiera, si se hace querer. Y siempre acaban aflorando los sentimientos verdaderos.
Edmundo González y María Corina, premios Sájarov, tienen la lección aprendida. Saben que gobernarán tarde o temprano. El viejo diplomático y la mujer rebelde de armas tomar forman un dúo de sangre salvaje, la que necesitan para tumbar un muro, que no es un muro maduro, ni siquiera un muro diosdado, sino un muro de mierda. Y limpiar esa mierda será el mayor trabajo que les espera cuando caiga el muro, que no será el primero ni el último en caer después del de Berlín en el 89. A cada muro le llega su San Martín.